Reza un fragmento de Arquíloco, poeta griego del siglo VII a.C.: “Muchas cosas sabe el zorro, pero el erizo sabe una sola y grande”. Grande quiere decir, claro está, importante. La fórmula fue retomada por muchos, entre ellos por Isaiah Berlin –cuyo libro, sobre el campo del arte y de las ciencias es inspirador del nombre de este boletín– y también por el gran jurista Ronald Dworkin –quien la tomó prestada para titular un magnífico libro sobre los saberes jurídicos, el derecho y la justicia donde los grandes valores éticos o los principios demuestran tener todavía hoy una gran utilidad–.
Esta fórmula tiene todas las características de una grieta –trasnacional, humana, profunda, antigua– y, como tal, expresa brutalmente una verdad al mismo tiempo que oculta todos sus matices y todo lo que pasa dentro de la caja negra (donde ocurren las interacciones, en definitiva, los hechos) que convierten a unos en zorros y a otros en erizos.
Grietas argentinas. Divisiones ordinarias para pasiones extraordinarias, publicado a finales de 2020 en Rosario por CB Ediciones, puede ser entendido en primera instancia como un libro escrito por zorros para espabilar erizos. Especialistas que han estudiado con cierta profundidad algunas cosas –zorros– analizan para un público incierto, pero inserto en una sociedad hiperconsumidora de imágenes simplificadas desde los mass media –promotores de la actitud erizo– que las cosas no son tan simples, que no todo es tan blanco/negro. O que sí, que si en algunos casos lo es, hay una historia que contar, hay motivos explicables y no «porque sí».
El libro que imaginé y coordiné, posible gracias a la colaboración de docenas de entusiastas y generoses colegas, examina algunas de esas diferencias normales (ordinarias) detrás de las cuales se desatan en la Argentina pasiones extraordinarias, algo de lo que no tenemos por qué avergonzarnos.
Sus objetivos son muy sencillos.
El primero es demostrar que la sociedad argentina no está atravesada por una única grieta (kirchneristas/antikirchneristas, ni siquiera peronistas/antiperonistas) sino que su historia –que es también su fútbol, su literatura y su gastronomía– es una cantera fértil donde podemos encontrarlas en cantidad sin escarbar mucho: unitarios y federales; monárquicos y republicanos; Florida y Boedo; civiles y militares o la también fundacional civilización y barbarie. Como se ve, algunas se expresan a través de una conjunción copulativa (y) mientras que otras –alpargatas o libros; patriotas o realistas, pero también seco o jugoso– lo hacen necesariamente a través de una que es disyuntiva. Como en las encuestas, si la cosa importa, muy pocos eligen la opción «no sabe, no contesta».
El segundo es mostrar que todas esas grietas, casi siempre hondas, no son buenas ni malas en sí mismas. A pesar de que quien se posiciona de uno u otro lado de cualquier grieta piensa que tiene algo de razón –algunos son menos reflexivos y piensan que tienen toda la razón– las grietas son el resultado de una simplificación brutal alrededor de cuestiones muy complejas. Aunque son irrecomendables para hacer ciencia, en la vida social en cambio tienen una utilidad pedagógica indudable: nos permiten aprender algunas cosas (casi siempre emocionales) acerca de nosotros mismos y de los demás, nos permiten apreciar los rasgos de fondo de un problema, lo cual a veces es definitivamente deseable.
El tercero es mostrarle a quienes se visualizan parados a uno u otro lado de una grieta en particular (y no solo a los erizos, también a zorros amigos o no tan amigos) que, cuando miren las poblaciones de otras grietas es posible que se encuentren vecinos de varios que, antes, habían divisado en la vereda de enfrente. Esta cuestión no es inocente: demuestra que las grietas intersectan diferentes aspectos de la construcción de nuestras identidades al mismo tiempo que visibiliza que podemos encontrar infinitos motivos para trazar ejes fuertes que organicen nuestras preferencias en materia de gustos o de convicciones ideológicas.
Además, el libro ilustra por qué les seres humanos (y el subconjunto «les argentines» no es la excepción) no podemos ni debemos estar de acuerdo en todo y acerca de todo.
Además de transmitir esas tres ideas muy sencillas, este libro ofrece una respuesta a la siempre molesta pregunta por la utilidad de la historia como disciplina: les colegas que aceptaron participar de este aventura explican con sabiduría y paciencia zorruna que las grietas no se producen solas, que son muchas, de diverso calado, de muy diferente tipo y, por supuesto, de distinta antigüedad. También que hay una manera de relacionarse con ellas –que no es exclusiva ni excluyente de las otras–, probablemente practicada por algunos aunque casi nunca enunciada: una de las cosas más importantes que podemos aprender (y enseñar) es a caminar entre las grietas sin caernos en ellas.
Para poder hacerlo es indispensable admitir la existencia de las muchas grietas, reconocerlas y conocerlas. Aprender sobre sus orígenes, sus transformaciones, sus tamaños y sus profundidades. Visualizar cuánto de su pasado está presente y ponderar si tienen futuro. No es fácil. Muy por el contrario, todo esto es esforzado y cansador, inclusive peligroso. Pensar que existe solamente una grieta es ingenuo o malintencionado. Pensar que lo único que se puede hacer es vivir como víctimas de una polarización permanente, también. Ignorar que el fogoneo de una grieta única alimenta el negocio del odio es todavía más ingenuo, más peligroso y peor intencionado que todo lo demás.
El erizo, que sabe una cosa importante que le ha sido útil para salvar su pellejo muchas veces, se aferra a ella. Cree en ella. Y, en consecuencia, se comporta como creyente. El zorro, a su tiempo, aunque sepa muchas cosas, también se aferra con fuerza a una: cree, él también, en la fuerza liberadora del camino que pontifica, en la reflexión y en la docencia. En ese sentido, en definitiva, se comporta un poco como el erizo al que critica o que le suscita sentimientos de condescendencia.
Arquíloco cavó esa grieta mayúscula en la Grecia preclásica, donde (y cuando) como en muchas otras sociedades, se podía ser poeta y mercenario al mismo tiempo sin ponerse colorado. Si el parense alguna vez se sonrojó no habrá sido de vergüenza, sino a causa de un subidón de su propia presión sanguínea por consumo de ambrosías o libaciones: sus biógrafos le anotan como logro el haber llevado el culto de Dionisio a la isla de Paros, su patria. Alrededor del mismo se dieron cita zorros y erizos. Siglos después, Nietzsche encontró entre ellos militantes apolíneos que abominaban del desborde dionisíaco. No deja de ser una forma de certificar que –allende y antaño, como aquende y hogaño– cerrando una grieta siempre se presenta la ocasión propicia para abrir por lo menos otra.
El fenómeno de lo políticamente correcto viene extendiéndose como una plaga desde el norte del continente. Sin prisa pero sin pausa, las formas de decir estandarizadas, la promesa de correctivos, la depuración erótica, la autocensura, comienzan lentamente a imponerse. De esto no se habla, con esto es imposible bromear; cuidado, mucho cuidado con ofender a alguien. Vivimos en una sociedad sobreprotegida y por eso susceptible, dispuesta siempre a enarbolar la bandera de la queja y a regodearse en su impotente indignación. De allí, tal vez, surge una marcada tendencia hacia el eufemismo, o sea, hacia la utilización de palabras que en principio no hieren la sensibilidad del otro (aunque la realidad sí lo haga).
La corrección política le quita espesor a la vida cotidiana y hace estragos en el campo de la cultura. Se condena la experimentación, el riesgo, la paradoja, la audacia, lo inacabado. Todo debe transitar por carriles normales, cumplir con las reglas del buen gusto. Nada de sorpresas desagradables. El control, evidentemente, será estricto. Intolerable con las faltas o posibles desvíos.
Ahora bien, ¿qué sucede cuando este modo de ser (y parecer) penetra en el ámbito universitario, en la academia, en las aulas?
Hemos conocido en el último tiempo casos célebres de profesores apartados, reconvenidos, amonestados, cancelados. En general, por sostener comportamientos u opiniones diferentes a los sugeridos por la institución. En este contexto, no resulta tan extravagante (aunque lo es) una recomendación de algunas universidades norteamericanas: evitar el contacto visual prolongado con los estudiantes.
Cualquiera que haya dado clase sabe que en el acto de enseñar se juega mucho más que el saber y la transmisión de conocimiento, en la medida que esa transmisión de conocimiento (si la hubiere) surge de otras instancias ajenas al mero saber; instancias que lo exceden y lo desbordan. Al respecto dice el escritor Alan Pauls, en una entrevista otorgada al canal de Youtube Encuentro Itinerante*:
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El asunto es: ¿vamos a neoingenuizarnos y convencernos de que en la relación pedagógica no hay erotismo? ¿Vamos a pensar: no, no, ahora se acabó, ahora la relación de enseñanza tiene que ser una relación sobria, neutra, incorpórea? Desde Sócrates** hasta acá, la trasmisión de saber siempre ha implicado una relación de seducción, de deslumbramiento, de hechizo, y por lo tanto una relación erótica y de poder. Pero ¿por qué eso la convertiría en una “mala” relación, una relación a expurgar y vigilar? Es una relación compleja, que siempre fue difícil de negociar, para los estudiantes, por supuesto, tanto como para los maestros. Porque hay deseo y el deseo hay que negociarlo.
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Porque hay saber, hay deseo, porque hay deseo en juego en la relación pedagógica existe lo ambiguo, la duplicidad, los malabarismos del bien y del mal. Esa incertidumbre justamente es lo que pretenden extirpar los escuadrones de la corrección política, limpiando el terreno, higienizando las relaciones, purificando, excomulgando, cercenando el derecho a cruzar una mirada.
Ha nacido el neopuritanismo (académico).
2
El lema (hoy anacrónico en cuanto a la apelación masculina universal) de la Universidad Nacional de Rosario es Formando hombres pensantes (Confingere Hominem Cogitantem), un lema que gracias al gerundio adquiere energía y vitalidad (a pesar del latín), como si dijera, estamos en este preciso instante formando hombres y mujeres pensantes, o sea, capaces de pensar el presente. Sin embargo, ¿cómo formar seres pensantes si de antemano existen ciertos límites, ciertos temas sobre los cuales conviene mantenerse a distancia? Es verdad que históricamente han existido límites, censuras, amenazas, pero la particularidad del mundo actual reside en que la censura se ha vuelto ferozmente autocensura. La hemos introyectado. De ahí su notable efectividad. Bajamos la voz espontáneamente, miramos hacia los costados, hacemos silencio.
Veamos el caso de uno de nuestros temas tabú (quizás el principal), uno de esos temas dolorosamente inabordables (como institución).
¿Qué sucedería si en una asamblea, en un artículo, o en cualquier instancia académica, pretendiéramos abrir un debate (plantear una simple reserva) sobre el ingreso irrestricto a la Universidad? No con el afán de convertirla en un reducto empresarial de competencia y exclusión, sino porque a veces tengo la sospecha de que la inclusión irreflexiva (masividad) también puede generar desventajas y aún volverse en contra de los supuestos beneficiarios. Para verificar esto basta con observar estadísticas sobre deserción estudiantil y desorientación vocacional, que lejos están de ubicarnos en la Tierra Prometida. Dentro de este complejo panorama, ¿cuál sería el inconveniente de cuestionar, en el sentido de repensar, uno de los pilares de la Universidad cuando tantos pilares se han derrumbado? Digo, pensarlo para reformularlo, corregirlo, no para reclamar su privatización. ¿Acaso no significa eso formar seres pensantes? Discutir todo, pensar todo, incluso aquello que nos duele, o sobre todo aquello que nos duele; lo incómodo, lo inquietante, lo molesto. Además, ¿existe un mejor ejemplo para las nuevas generaciones que poner en acto lo que la letra promete?
En tiempos en los que impera la infantilización ciudadana, es decir, una especie de retorno a la minoría de edad (derechos sin obligaciones), reivindico parte de la herencia ilustrada, tradición en la cual nuestra Universidad abreva, para actualizar, después de dos siglos y medio, el famoso lema kantiano, sapere aude, atrévete a saber; o, en su forma extensa, ten el valor o el coraje de usar tu propia razón.
En fin, salir de la minoría de edad, dejar atrás los miedos de la infancia.
* Publicado en la compilación de entrevistas La literatura frente al mercado y el Estado. Radiografía de la corrección política, Casagrande editorial, Rosario, 2021.
** Un pasaje de la extraordinaria novela Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, en donde el emperador romano reflexiona sobre su educación, refuerza las palabras de Pauls: “No obstante llegué a querer a algunos de mis maestros, a esas relaciones extrañamente íntimas y extrañamente elusivas que existen entre el profesor y el alumno, y a las Sirenas cantando en lo hondo de una voz cascada que por primera vez nos revela una obra maestra o nos explica una idea nueva. Después de todo, el más grande seductor no es Alcibíades sino Sócrates”. (Yourcenar, Marguerite, Memorias de Adriano, Debolsillo, Buenos Aires, 2017, pp..38-39).
El zorro y el erizo es una publicación digital del Programa de Contenidos Transversales Acreditables de Grado de la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario que busca acoger las voces de nuestra comunidad académica, comprometidas con los debates contemporáneos y la reflexión crítica sobre lo urgente y lo inactual. El nombre elegido remite a uno de los libros del pensador letón Isaiah Berlin (1909-1997), cuya obra dispersa y múltiple, cual las astucias del zorro, contrasta con la noble figura del erizo, signada por la sistematicidad y la centralización. Berlin abordó, entre otros temas, la libertad, la contrailustración y las relaciones entre ética y política.
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