Para quien desconoce una gran parte del pasado y presente de la literatura del Brasil, acercarse a Diábolo, de Nilton Resende, nacido en Maceió, es lo más parecido a una experiencia de lectura “virgen”. No necesitamos consultar los antecedentes —profusos, por cierto, en términos de formación, publicaciones y reconocimientos— que se enumeran en la solapa para sentirnos atraídos, desde el primero de los nueve cuentos de este volumen, por los tópicos y rasgos de estilo que singularizan la escritura de este autor del nordeste de Brasil, elegido por la editorial Casagrande para inaugurar su catálogo de traducciones.
El diábolo del título, artefacto de malabarismo —arte del equilibrio y manejo de las tensiones— evoca en primera instancia, lo lúdico (¿hacer literatura no es acaso una forma de practicar malabares con el lenguaje?) y, en segundo término, guiándonos por la pista que se desliza en la raíz de la palabra (diabo, “diablo”), lo maligno, dos claves que nos permiten leer los cuentos de Resende bajo una óptica particular.
Por empezar, es común encontrarse con niños jugando en Diábolo, pero para ellos el juego nunca es mero pasatiempo, actividad recreativa, saludable y segura, sino más bien todo lo contrario: es riesgosa, está cargada de picardía —de violencia, en algunos casos—, y de una ambigüedad que reenvía al goce del propio cuerpo y del cuerpo del otro.
En “Oficio”, la acción se centra en los juegos con que se entretiene una banda de chicos de barrio: armar barriletes con varillas de hojas de palmeras, organizar regatas con palitos de helado en el agua que se acumula en el cordón de la vereda luego de las lluvias, coleccionar marquillas de cigarrillos como si fueran billetes, etcétera. Llamativamente, el narrador es el único chico que no juega: “Yo soy el que —miedoso— se queda en casa, esperando a que los amigos traigan el juego de mesa, pasando desapercibido, con temor de que se note mi existencia” (pág. 85). Antes bien, facilita el juego de los otros para asumirse como voyeur: “(…) era así como debía permanecer, amando el oficio que conocía desde siempre, el de [abrir] la portillla; durante la caminata, me fui quedando atrás, para poder mirar sin ser visto, y para poder aprenderme de memoria los contornos de Luis (…)” (págs. 97-98).
Es que otro de los tópicos de Resende es la fascinación por los cuerpos. Fascina tanto aquello que se puede ver y tocar de ellos, como oler y saborear. Se trata de cuerpos performáticos, es decir, cuerpos que, en la realización de un acto, se transforman; cuerpos en función erógena y en función estética. Cuerpos que se pueden poseer con la mirada; esa mirada que aparece en el epígrafe del escritor israelí Amos Oz, con que Resende decide encabezar su libro (“¿Qué ve un lobo en la luna / para aullarle con el cuello alzado?”), la que define el objeto sobre el que se proyecta y le confiere una aptitud para significar algo distinto para cada observador, la que abre el juego a la fantasía… Después de todo, el lobo es tanto el animal salvaje —indomesticable por excelencia— como el protagonista más temido de las fábulas infantiles.
En los cuentos de Resende hallaremos múltiples figuraciones de lo salvaje y episodios alucinatorios. En “La canción y la sombra” hay una tía loca que la familia mantiene recluida en una habitación oscura en una casa en el campo, y hay un narrador —otra vez, un niño— que desde la ventanilla del auto ve pasar unos árboles de copas anaranjadas llamados mulungus cuyas ramas él se representa como “lenguas de fuego”. La tía “enjaulada” encarna lo prohibido, de modo que el hecho de ingresar a su habitación y liberar a la bestia aparece como un desafío a la curiosidad del narrador, pero el costo de transponer ese umbral es la pérdida de la inocencia, es ingresar en un territorio donde lo lúdico, lo salvaje y lo erótico conforman los eslabones de una misma cadena semántica.
“Se casaron un día jueves” también se caracteriza por un personaje animalizado, un hombre cuyo único propósito es engendrar hijos, capaz de brutalizar a su esposa y a una prostituta para lograrlo. Ahora bien, aunque en algunos relatos de Diábolo la representación del cuerpo se escribe desde la más grosera animalidad, en otros textos veremos que la prosa se sutiliza, apelando a la función poética del lenguaje, como en “Flamor”, en cuyo título de por sí se acuña un neologismo (“llama”, por flama, y “amor”): “Fue un ‘ay’ denso y vibrante, y fue como si ella se sublimara en palabra. Era domingo y por la mañana; y el día era como un huevo.” (Pág. 21)
Otro de los atributos de la prosa de Resende es el puntillismo. Por momentos, el detalle se inserta como una sutileza que precede a la desmesura, tal la descripción del acto de comer una masita al inicio de “La cena” —“Muerdo la masita que me llevé lentamente a la boca, y quebrándose es como huesos que se aplastan. La trituro haciéndome acordar cómo se deshacen los cuadraditos dibujados en su superficie (…)” (pág. 13)—, que precede a la escena en la que el narrador es interrumpido por su abuelo mientras aquel se masturba. En otras ocasiones, el puntillismo sirve para designar el fetiche, es decir, el deseo objetivado, como cuando se describe la presión de las uñas contra la piel en “Oficio”: “(…) las uñas enterrándose en los muslos, las uñas marcando la piel detrás de las rodillas, las uñas subiendo por los muslos hasta mi entrepierna (…)” (pág. 86). Y por último, a semejanza de los manjares mediterráneos que deleitan al comisario Montalbano en las novelas de Andrea Camilleri, la fijación por el detalle se puede apreciar en lo gustativo. En el cuento “No es tiempo de manzanas” el flujo de la conciencia de la protagonista vuelve permanentemente a unas empadas que contienen veneno para ratas. Pero así como están las empadas, aparecen las cajaranas en el viaje al campo que realiza el niño de “La canción y la sombra” y las golosinas nego bom de “Oficio”, en torno a las cuales se produce un juego de doble sentido.
La decisión de conservar estas palabras en su idioma original da pie para realizar algunas consideraciones sobre la traducción de María Emilia Vico. Por un lado, se destaca la elección del español rioplatense (los ejemplos abundan en los cuentos: desde nuestro particular uso del imperativo hasta frases como “hacerse el boludo”, “pegar una trompada”, “chivarse”, entre otras), no solo por consideración a los destinatarios de este libro sino porque resulta evidente, por el contexto de cada narración, que el léxico utilizado por Resende corresponde al registro coloquial y no al registro formal de la lengua portuguesa; de modo que, por efecto de traducción, el coloquialismo de este escritor brasileño permite asimilarlo a lo que vemos como una tendencia en el grueso del catálogo de Casagrande.
Otro aspecto a destacar es la voluntad de no simplificar ni aclarar en exceso, de mantener el extrañamiento (“por considerar que es un rasgo que pertenece al autor y no a la lengua”, como lo expresa Vico en su nota introductoria). Porque este concepto, al cual nuestra crítica literaria suele apelar para analizar temática o ambientalmente un texto, en el caso de Nilton Resende se refiere al manipuleo sintáctico, a una manera personalísima de hacer malabares con las palabras, que es su más interesante marca de estilo.
Investigador del proyecto «El Gas en la Europa Latina: una perspectiva comparativa y global (1818-1945)» PID2020-112844GB-I00, financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación y Fondos FEDER (UE).
In September, 1902, Buenos Aires had 861,513 [inhabitants], and it is growing at the rate of about 40 per cent per decade. (…) Comparing its present rate of growth per decade with some other cities, we find the following: Greater London, 20 per cent; New York, 37 per cent; Chicago, 54 per cent; Philadelphia, 23 per cent; Greater Berlin, 19 per cent; Buenos Aires, 40 per cent. (…)
The finest, and said to be the best-lighted street in the world, is the Avenida de Mayo, which is in the centre of the city (…). It has a fine asphalt pavement and double electric lights in the centre. (Corthel, 1903, pp.460-461)
La ciudad de Buenos Aires en el cambio de siglo era comparada con las grandes metrópolis de Europa y Estados Unidos. Como lo expresa el ingeniero Elmer Corthel en su descripción de la ciudad, su pavimento e iluminación públicas eran dignos de admiración. No sería desacertado llamar a este período la Belle Époque debido al crecimiento y modernización de algunas ciudades argentinas. Las ideas del laissez-faire dominaban la escena local y había una gran confianza en el mercado y la competencia como motores para el avance.
Con esto en mente, el actual gobierno propone un regreso a este período. Contra la evidencia histórica, sostiene que la regulación surgió con el Estado de bienestar, en 1930, poniendo fin a la Belle Époque. Por ello, aboga por una desregulación casi total de la economía, argumentando que los monopolios son el resultado de una competencia eficiente. Contrariamente a esta ficción histórica, la regulación nació en la segunda mitad del siglo XIX y contribuyó al crecimiento en lugar de impedirlo; siendo así parte constitutiva de la Belle Époque.
El nacimiento de la regulación
Javier Milei sostiene que la intervención estatal en la economía es innecesaria e incluso perjudicial. Según él, los monopolios no son más que el resultado de un mercado que premia a los más eficientes; aquellos que ofrecen mejores productos o servicios a precios más competitivos. Sin embargo, esta visión omite considerar cómo los monopolios pueden abusar de su posición dominante para impedir la competencia y cómo esto afecta al consumidor final. Asimismo, ignora toda la experiencia histórica del surgimiento de las regulaciones.
En la segunda mitad del siglo XIX la economía argentina se regía por los principios del laissez-faire: la mano invisible del mercado, a través de la competencia, llevaría a la maximización de beneficios para todos los actores. Sin embargo, en este período, más por necesidad que por convicción, surgieron las primeras regulaciones. Fundamentalmente, en el área de los servicios públicos, la regulación surge para evitar las prácticas monopólicas que contribuyen a un servicio caro e ineficiente. Repasemos brevemente este proceso.
En Buenos Aires, los primeros contratos (o concesión) de gas (1854, 1857) se realizaron para la iluminación pública en una determinada zona de la ciudad, permitiendo que la empresa vendiera el fluido libremente a los particulares, esto es, sin ningún tipo de regulación. Así, fueron surgiendo varias empresas de gas que competían entre sí (1868, 1871, 1872). En 1887, había cinco compañías de gas que proveían fluido a los particulares, una de las cuales además tenía un contrato con la municipalidad para la iluminación pública. Todo esto bajo el principio de que esa competencia traería tarifas más bajas y una mejor calidad del servicio. En 1888, debido a las recurrentes quejas de la prensa y de la población, se nombró una comisión especial para evaluar la iluminación pública a gas. En 1891, considerando que las empresas realizaban prácticas oligopólicas —ya que se pusieron de acuerdo para establecer aumentos en las tarifas— el intendente evaluó la posibilidad de intervenir sobre las tarifas a los particulares. Hacia finales de 1890 comenzó la fusión de algunas de estas empresas, yendo así hacia una situación de monopolio. Las frecuentes quejas de los consumidores particulares por la mala calidad del servicio y las altas tarifas llevaron a la intervención del gobierno municipal. Surgen, así, las primeras regulaciones sobre los contratos de gas por parte del Estado Municipal para evitar los excesos de las prácticas monopólicas. Las altas tarifas eran producto de las grandes fugas que tenían (p.e. en 1860 cerca del 40%). Así, las empresas sin regulación eran ineficientes y caras.
Además de la cuestión de la regulación, en esta segunda mitad del siglo XIX se consolida la idea del bien público. Por cuestiones de seguridad, la iluminación pública comenzaba a constituirse en una necesidad. Todos deseaban una iluminación que reflejara la modernización del país pero la cuestión era quien pagaba por ese bien. La población quería las calles bien iluminadas, pero no estaba dispuesta a pagar el costo de ese bien (instalación de redes y gasto energético). La tasa de alumbrado público que pagaban no alcanzaba para cubrir los costos de esa iluminación. Por otro lado, las empresas de gas, debido a su posición monopólica, obtenían grandes dividendos por los servicios de iluminación a los particulares. La cuestión se resolvió, por un lado, como fue mencionado, regulando a las empresas de servicios públicos. Esto derivó en el control de tarifas, las llamadas tarifas máximas, que muchas veces estaban ligadas a cierto porcentaje de los lucros y en el control de la calidad de los servicios brindados. Por otro lado, las empresas de servicios públicos comenzaron a pagar una tasa (porcentaje de sus ingresos brutos) por el uso del espacio público (1889): tendido de cables de teléfono y electricidad; redes de caños de gas y rieles de tranvías. Por lo tanto, el Estado municipal para poder brindar una iluminación pública acorde a la modernización del país necesitó cobrar un canon a las empresas que se beneficiaban por el uso del espacio público.
En síntesis, la regulación en la Argentina surge en la segunda mitad del siglo XIX por las prácticas monopólicas de las empresas —los excesos en los precios de sus bienes, las exorbitantes ganancias y la baja calidad del servicio—. Esa regulación permitió que Buenos Aires, en 1902, fuera comparada con las grandes metrópolis de Europa y Estados Unidos. La regulación y el cobro de tasas a las empresas por el uso del suelo permitieron una iluminación pública de calidad y eficiente y una iluminación privada a precios de mercado. El modelo sin regulación llevaba a un servicio de mala calidad, altos precios y ganancias exorbitantes.
En el recientemente creado Ministerio de Desregulación y Transformación del Estado se destaca el objetivo de “aumentar la eficiencia y eficacia”. Como muestra la experiencia histórica la eficiencia y eficacia no se logra con la desregulación sino con una regulación que tenga por objetivo evitar las fallas del mercado en pos de un mejor servicio para los consumidores. La eficiencia del Estado no es para sí sino para la población.
El zorro y el erizo es una publicación digital del Programa de Contenidos Transversales Acreditables de Grado de la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario que busca acoger las voces de nuestra comunidad académica, comprometidas con los debates contemporáneos y la reflexión crítica sobre lo urgente y lo inactual. El nombre elegido remite a uno de los libros del pensador letón Isaiah Berlin (1909-1997), cuya obra dispersa y múltiple, cual las astucias del zorro, contrasta con la noble figura del erizo, signada por la sistematicidad y la centralización. Berlin abordó, entre otros temas, la libertad, la contrailustración y las relaciones entre ética y política.
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