Boletín n.° 26
3ra entrega de la edición especial sobre la Documenta Kassel
Comenzamos esta edición especial en torno a la discusión de la Documenta Kassel con los números 24 y 25 y los artículos de María Elena Lucero, Manuel Quaranta, Valeria Mapelman y Darío Barriera.
En este número escriben Claudio Delmaschio y María Julia Blanco, docentes e investigadores de la UNR.
Je ne suis pas Charlie Hebdo
Claudio Delmaschio
I. El 7 de enero de 2015, prácticamente todo occidente “fue Charlie Hebdo”. Desde luego que cualquier hecho de violencia –y sobre todo con esas características – no deja de ser repudiable. No obstante, poco se dijo sobre la motivación de aquel arrebato furioso de los fundamentalistas islámicos. Una de sus convicciones más profundas, de sus símbolos más acendrados y de sus referentes más sagrados había sido burlado, mancillado, irrespetado.
Ese mismo año, en Irak, un grupo de seguidores del Estado Islámico destruyó varias estatuas en Mosul que consideran “ídolos” y que los arqueólogos suponen que son piezas asirias y acadias. La UNESCO la entendió como la última provocación del grupo extremista suní que pretendía gobernar sobre todos los musulmanes del mundo, aun borrando la historia y exterminando a cuantos se opusieran a su proyecto.
Cuando León Ferrari, en el 2012, expuso su Civilización occidental y cristiana, una obra de 1965 en que se exhibe una vinculación entre la figura de Cristo y un bombardero americano, solo la voz de la Iglesia se alzó en disconformidad, pero las de la intelectualidad y de la cultura entendieron que el arte debe contar con absoluta libertad para manifestarse, más allá de que pueda afectar la sensibilidad de alguien.
Con mayor o menor magnitud, las reacciones que despiertan las creaciones artísticas son siempre desafiantes, controversiales, inquietantes y no en todos los casos la intensidad en las respuestas sociales es análoga.
Dicho esto, algunas preguntas que surgen de pronto son ¿qué tiene el arte que suele agitar más las pasiones que muchas otras manifestaciones de la cultura? ¿Cuál es la instancia en que algo, una cosa, un elemento se constituye en un hecho artístico? ¿Qué lo constituye como obra artística? ¿Cuál es el límite de la expresión del arte?
Estos interrogantes bien pueden ser abordados desde diferentes perspectivas: si se considera que el arte es una semiosis caracterizada por cierta arbitrariedad hermenéutica, la interpretación de su textualidad se completa con la recepción.
Si se lo entiende como un evento comunicativo, la necesaria presencia de un mensaje debería ser accesible y decodificable (y en algún punto, convencional).
Asumirlo como una particular expresión de la cultura lo sumerge en las mismas pautas con las que la comunidad opera y, por ende, se reviste de los significados y valores circulantes inventariados ideológicamente entre sus miembros.
Tal vez uno de los riesgos sea reducirlo a una mera documentalización de los procesos históricos, una muestra recortada de la realidad o una propagación privilegiada de informaciones con fines que exceden la misma propuesta.
No obstante, lo peor que podría ocurrir es que no genere nada, que sea intrascendente, que la mera técnica, o ciertos criterios de destreza y manejo del métier sean su razón de ser.
De cualquier manera, podría especularse que el imaginario colectivo ha ubicado el arte en el espacio de lo bello, lo neutral, lo que está al margen del compromiso y, cuando parecería que la obra ha traspasado los límites de su cúpula de cristal, se percibe como si algo fundamental se hubiera trasgredido, como si el orden de lo simbólico acabara trastocado, contaminado.
El arte debería –modestamente– ser tratado desde una mirada artística en la que las nociones de ficción y de representación no sean excluyentes ni exigibles, en la que la posibilidad de un mundo alterno oficie de opción y no de referencia. Su trascendencia radica en su inmanencia. Su valor se constata en la permanencia de su vigencia más allá de su contexto témporo-espacial.
II. Así y todo, aunque “art happens” (J. Whistler; 1834-1903), no es posible concretamente desprenderlo de una subjetividad productora que ha sido permeada por distintos acontecimientos, experiencias y conocimientos. Y del mismo modo se dispone la recepción: nunca es ingenua e invariablemente ofrece un abanico de preconceptos para montar una interpretación.
Nada de esto es cuestionable y tampoco podría ser evitable. Los presupuestos, algunos compartidos y otros propios, son imprescindibles para que la comprensión se nutra del contenido de las percepciones.
Si existe algún detalle observable en este planteo, es la necesidad de reflexión crítica. A pesar de que es ineludible atravesar el proceso descripto, cuando se trata de una obra artística, se impone un acercamiento más profundo y minucioso. La existencia de una escultura, una pintura o un texto literario demanda que se mire a través de ella y se intente leer lo real desde ese prisma propuesto por un autor determinado. Coincidir o no coincidir no da derecho a censurar o reprimir.
Al principio de este texto se han presentado tres ejemplos de no coincidencia que desembocaron en críticas y en desagravios. Lo notorio es que, casualmente, los que aparecen como intolerantes son representantes de grupos o colectividades proclives a recibir repudios.
III. Las acusaciones de antisemitismo contra la exposición ‘documenta 15’ en Kassel son otro caso similar con una reacción alternativa. “People’s Justice” terminó tapado con una tela negra, censurado por haber representado imágenes que no son aceptables por una comunidad puntual. Si bien es cierto que todo aquello que refiere al holocausto y no lo condena explícitamente provoca ciertas evocaciones lúgubres y se prefiere evitar, también es cierto que la mordacidad, el sarcasmo, otra mirada y la revisión crítica son vías por las que el arte se mueve y habilita que, incluso con el paso del tiempo, se revalorice y desautomatice el tema que propone la obra.
Pero, como se dijo anteriormente, el arte se encuentra inmerso en las mismas pautas con las que la comunidad opera y parecería que la sensibilidad de algunos colectivos es más intensa y vigorosa que las de otros, como si la corrección política distinguiera y jerarquizara las posibles insolencias o irreverencias del arte.
Como nota anexa, es preciso destacar que la presentación de la obra se da en un espacio específico, en una muestra, en un ámbito en el que las pautas de representación y lectura se encuentran enmarcadas en un lugar estipulado, con supuestos propios y con convenciones particulares.
A lo mejor, el discurso de la inclusión, de la no discriminación, de la integración, la equidad y aquellos trasnochados valores de 1789, fraternidad, igualdad y libertad, puedan cobrar real presencia en este mundo, si además de que los proclamemos discursivamente, comenzamos por respetarnos en las diferencias, aun cuando alguna realización artística vulnere nuestras más caras convicciones.
La Justicia del Pueblo, obra de arte realizada en 2002 por el colectivo indonesio Taring Padi, representa las víctimas y victimarios del régimen dictatorial de Suharto. Régimen que los artistas mismos habían combatido, siendo estudiantes, mientras llegaba a su fin en 1998. Lo que se muestra allí es muy simple de entender, quizás demasiado. A la derecha está representado el pueblo y a la izquierda son caricaturizados los victimarios: son cerdos, ratas, perros, esqueletos, demonios. Su valor quizás no haya radicado en su sofisticación sino más bien en el constituirse en testimonio de lo que había significado en esos años liberarse de treinta años de dictadura y poner blanco sobre negro respecto a quiénes fueron los asesinos y cómplices y quiénes la padecieron. Desde el momento en que fue realizada hasta su presentación en Documenta en junio de 2022 hubo veinte años de exhibiciones internacionales en las que nadie parece haber notado dos de las caricaturas en la pieza: un soldado con cara de cerdo que lleva la estrella de David en el cuello y un casco que dice “Mossad”, y un señor que bien podría ser un judío ortodoxo (están los peies) pero no lleva kipá sino un sombrero tipo bombín con las letras SS, un cigarro, viste el traje y los lentes de Dwight Schrute, una nariz prominente y tres colmillos amarillos. ¿Sería un banquero judío? En lo personal me da más alemán que judío, y hasta me atrevería a agregar que en las películas de Harry Potter se ha visto referenciada la caricatura del banquero judío de forma menos opaca. Cuando me puse a mirar la obra, incluso me costó ver la cara de cerdo atribuida al soldado, parece más bien pertenecer a una fila de stormtroopers sin rasgos definidos, y puede ser que la nariz sea de cerdo, pero también es un círculo parecido al de las máscaras que llevan los soldados que vienen detrás. No hay sugerencias de que se haya querido singularizar al soldado israelí, sino que aparece como uno de los miembros de un único ejército presentado como la contraparte necesaria de las calaveras que se apilan en una especie de fosa común en la base del mural (una de las calaveras dice Palestina, otra Panamá, El Salvador, Irán, “aborigen” es la que mejor se lee).
Dejo el link de la mejor imagen que encontré. La ofensa que supuso la presencia de estos dos personajes y la tela negra que los cubrió nos invita a visitarlo. Como suele suceder con lo prohibido. Es sabido que la censura nos lleva a observar en detalle aquello que sin censores no hubiera ganado nuestra atención en primer lugar. La obra es caricaturesca en el peor sentido, es lineal, y por su propio simplismo la etiqueta de “antisemita” parece por lo menos exagerada. Es decir: si hubiera habido intención antisemita, si los artistas hubieran tenido alguna voluntad de discriminar y singularizar judíos, se notaría más claramente. Como en el caso del African American Soldier en primer plano, con rasgos de jabalí y un falo del cual sale una gran gota de semen que dice “death to terrorism”. Pero poco importa lo que veamos yo, o nosotros, ahora y desde este lado del mundo, porque tanto los denunciantes como los denunciados actuaron como si se viera antisemitismo y hasta se ha explicado que los cerdos tienen otro significado en Indonesia respecto de Alemania, e incluso se han ponderado los prejuicios raciales de los indonesios.
No se trata aquí, entonces, de decir si está o no aquello que se ve, sino que nuestra pregunta a responder en estas líneas es por qué se ha vuelto visible en 2022 aquello que ha estado a la vista por veinte años: ¿qué hay en el contexto actual que lo singulariza, lo interpreta y luego lo cubre y lo saca de circulación?
Una primera respuesta disponible está en las ganas que había de encontrar antisemitismo en Documenta mucho antes de que se monten las obras, y que continuaron después de que se baje el mural. En enero de 2022, cinco meses antes de notar las caricaturas descriptas, la llamada Alianza contra el Antisemitismo Kassel objetó a algunos de los artistas invitados y algunos medios se montaron sobre esto creando cierta expectativa del antisemitismo que iban a encontrar cuando se realizara. Es el caso de dos participantes palestinos vinculados al Centro Cultural Khalil Sakalini que fueron acusados de antisemitas por las supuestas simpatías nazis de quien portaba el nombre original Khalil Sakalini, fallecido en 1953. Luego, el 28 de mayo, el colectivo de artistas palestino The Question of Funding vieron vandalizadas las habitaciones en las que residían en Kassel y el grupo se retiró finalmente de la muestra un mes después de la inauguración.
El contexto un poco más amplio que crea estas expectativas sobre la presencia palestina amerita un breve paréntesis sobre el movimiento Boicot, Desinversiones y Sanciones (en adelante BDS), una iniciativa no violenta, surgida en 2005 y dirigida por numerosas organizaciones sociales palestinas que toma inspiración del movimiento antiapartheid de Sudáfrica. Para 2013, Netanyahu ya lo consideraba una amenaza estratégica para Israel que era necesario combatir. El gobierno alemán se ha convertido recientemente en un aliado de Netanyahu en esta lucha. En 2019, el Bundestag resolvió que el movimiento BDS es antisemita porque remite a las épocas en que el nazismo exigía no comprar a comerciantes judíos, y estableció que en Alemania ya no se financiarían organizaciones que cuestionen el derecho a existir de Israel, llamen al boicot o apoyen el BDS.
Estas medidas mostraron un uso del término “antisemita” que no se corresponde con las palabras o acciones concretas de las personas que son etiquetadas de este modo. Debería, en principio, reservarse la palabra y su gravedad para los casos en los que el contenido, el contexto y las acciones de algún individuo o grupo de individuos se revelan así, pero vemos que no se toman ese trabajo sino que se utiliza el término para juzgar a quienes firman solicitadas y/o se ocupan o preocupan por las acciones del Estado de Israel sobre Palestina. Una observación sobre la importancia de esta diferencia se encuentra en el Llamado a los partidos alemanes a no equiparar el BDS con antisemitismo, una carta abierta de intelectuales judíos e israelíes contra la medida alemana, en la que se señalaba que en paralelo al crecimiento del antisemitismo ha surgido una tendencia también creciente a etiquetar de antisemita a todos aquellos que defienden los derechos humanos de los palestinos. Decir que la BDS como tal es antisemita, como si fuera una característica institucional, forma parte de esto último. Desde Alemania se nos dice que están combatiendo el antisemitismo, pero no es eso lo que hacen. Lo que sí hacen es impedir que quienes apoyan la causa palestina sean oradores en eventos públicos, o logran que periodistas palestinos sean despedidos de medios de comunicación alemanes.
Este desparramo de la palabra antisemitismo además de resultar contraproducente para lo que quizás de buena fe se quiere evitar parece ser en este momento uno de los modos más exitosos de negar verdades insoportables. La verdad del apartheid y del genocidio, por ejemplo. Es como si fuera necesario hacer de cuenta que el movimiento BDS remite a Hitler cuando en realidad es mucho menos forzada la comparación con Sudáfrica, pero a las comparaciones hay que tener ganas de pensarlas, no sólo de combatirlas. No porque no sean odiosas. Recordemos otra comparación. La que hizo José Saramago en marzo de 2002. Dijo durante su visita a Ramala: “Palestina es Auschwitz”.
Saramago ordenó tres palabras, apenas dos nombres propios y un verbo, y con ellas trasladó a los judíos del campo de las víctimas al campo de los peores victimarios, mientras insinuaba, de paso, que al final Auschwitz no era un caso único. La perturbación internacional que provocó llevó a un número de consecuencias que van desde el boicot (se retiraron de la venta sus novelas en Israel) a que Saramago tenga que hacer algunas aclaraciones, como distinguir entre judíos e israelíes y entre estos últimos los que “no quieren saber lo que está pasando en Palestina”. Entre las impugnaciones y refutaciones que recibió destacamos el argumento de que el pueblo judío es uno solo y por lo tanto Saramago era antisemita. Con esta respuesta los judíos eran restituidos nuevamente al campo de pertenencia original de las víctimas, ahora por la cruel acusación que recibieron de parte de Saramago. El modo en que se insistió con esto fue con la interpretación literal de la metáfora, como si la coincidencia tuviera que ser perfecta para ser válida, y en tanto Palestina no es literalmente Auschwitz, entonces Saramago mentía, y si miente se lo puede repudiar moralmente. La polémica terminó cuando Saramago propuso que si Auschwitz chocaba tanto podía reemplazarse por “crimen contra la humanidad”.*
Fue en ese 2002 cuando se realizó el mural que no puede mostrarse en 2022. Transcurría por esos años la Segunda Intifada y comenzaba a construirse el muro. Un año antes, Susan Sontag, en su Discurso de Jerusalén indicaba, al pasar, que la única actividad sin límites es la de estar muerto. En Kassel, en 2022, “la libertad artística encuentra sus límites”. Y se cubre con telas negras. Todo parece indicar que los límites se van a seguir buscando y encontrando, no necesariamente con razón.
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* Para un análisis pormenorizado de la metáfora y las polémicas, ver di Stefano, Mariana (coord.) (2006) Metáforas en uso, Buenos Aires, Biblos. (Cap.VIII: “’Palestina es Auschwitz’: una metáfora en conflicto”).
** Todo lo que vale la pena pensar en general sobre los asuntos que nos convocan en relación con Israel, Palestina y las palabras, ya está dicho ahí. Ver https://www.ersilias.com/discursos-de-susan-sontag/
Artículos consultados (y que recomiendo) sobre el tema:
https://www.lrb.co.uk/the-paper/v44/n15/eyal-weizman/in-kassel
María Julia Blanco es Magister en Sociología de la Cultura y Análisis Cultural
Docente titular de Historia de la Cultura II en la carrera de Gestión Cultural
JTP de Corrientes Historiográficas en la carrera de Historia
El zorro y el erizo es una publicación digital del Programa de Contenidos Transversales Acreditables de Grado de la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario que busca acoger las voces de nuestra comunidad académica, comprometidas con los debates contemporáneos y la reflexión crítica sobre lo urgente y lo inactual. El nombre elegido remite a uno de los libros del pensador letón Isaiah Berlin (1909-1997), cuya obra dispersa y múltiple, cual las astucias del zorro, contrasta con la noble figura del erizo, signada por la sistematicidad y la centralización. Berlin abordó, entre otros temas, la libertad, la contrailustración y las relaciones entre ética y política.
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