¿Quién resistirá, quién sabe la distancia que hay, entre Babilonia y El Dorado aquél…? se preguntaba Pablo Milanés en una de sus composiciones más bellas escrita hacia mediados de los ‘90. Cada cual podrá poner en el lugar de Babilonia y El Dorado los nombres que desee o imagine, pero hoy, pasado el tiempo, y leyendo en perspectiva, podemos decir que allí, lo que se nombraba, no era otra cosa que el hiato inmenso, la distancia infinita, que en su alma y en la de tantos restaba aún por recorrer para el cumplimiento de una Utopía que iba en proceso de esfumarse.
En aquellos años ‘90, Pablo Milanés comenzaba a enunciar su desencanto político con los hacedores de la Revolución como nunca antes lo había hecho. Lo hacía casi susurrando, pero lo hacía. Era el mismo Pablo que guardaba en su memoria la humillación de haber sido arrojado como desecho a un campo de concentración en Camagüey, a una de esas letrinas para el disciplinamiento ciudadano atestadas de indeseables y construidas por el régimen para cumplir con el sueño de una isla habitada solo por hombres nuevos. Pero su memoria era tan generosa que le permitía darle lugar a un olvido piadoso en pos de salvar de la condena al sueño nacido en 1959. Ya vendría el tiempo del justo recordar, porque al perdón lo esperó, como decenas de miles de otros encarcelados, pero el perdón nunca llegó. Al fin y al cabo ¿qué dictadura ha pedido alguna vez disculpas por torturar?
Pablo Milanés era aquel que podía cantar Aquí me quedo y al mismo tiempo decir sin ambages que le dolía el destierro de sus amigos más cercanos; pero lo cierto es que las grandes multitudes, en general, solo tenían oídos para sus temas nostálgicamente victoriosos, no para atender a ninguna enunciación del lamento por la pérdida del reino arrebatado.
“Me considero con derecho a amar la Revolución y a no amar a los hombres que la hicieron” decía en una entrevista en 1999. Toda una declaración cargada de valentía en un país dominado por un aparato represivo sostenido en una ideología de sumisión a los liderazgos, un país donde el mínimo atisbo de disidencia se pagaba, igual que en este presente, con la censura, la cárcel, la tortura o el exilio.
En esa misma isla tapizada de rostros que exaltaban a los jóvenes bajados de la Sierra Maestra, alguna vez le preguntaron a quién admiraba y él no dudó en responder que el ejemplo de revolucionario más grande que había conocido en América Latina era el uruguayo José Mujica, alguien que a pesar de haber sido encarcelado y vejado por la dictadura militar de su país había logrado, sin rencor, “crear un Estado libre, soberano, no dependiente y próspero”. Todo un posicionamiento dicho a los oídos de los burócratas insulares, que se levantan por la mañana saludando la imagen de Fidel Castro y se van a dormir haciéndole la venia a la memoria de Camilo Cienfuegos y el Che Guevara. “No me gustan los generales ni los ministros, y a mi casa acuden casi siempre marginales, que me gustan mucho más”, decía.
Milanés podía declarar sin ambages que el Imperio era salvaje, criminal y destructor de vidas y proyectos, sin que ello le restara un mínimo respeto cuando hacía sonar su música en Miami o Nueva York. Como bien lo expresó el cronista Carlos Manuel Alvarez en los días posteriores al último recital que brindó en Manhattan a finales del 2021, “el juicio del estalinismo neoliberal cubano, que cae angustiosamente sobre cualquiera, no lo alcanzó y, si lo alcanzó, no logró cancelarlo nunca”.
Amaba a Martí. La confirmación está en los acordes que logró sacarle a los Versos sencillos. Sus composiciones más bellas se anudan a esa poética fundante de la literatura y la lengua española del siglo XIX. Y lo más sobresaliente: supo despojar al prócer de esa dureza verde olivo militante con que la dictadura castrista se tiñó su breve vida bella.
Algunos no pueden dejar de asociarlo a su histórico par generacional de la histórica trova, pero él era, por lejos, sensible y éticamente, otra cosa. Un mulato antiguamente humillado al que siempre le gustaba recordar que no hay nada por encima de nuestra cabeza que merezca ser saludado con reverencia más que el sol cuando hace el milagro de salir tras el horizonte cada mañana.
Su última batalla la dio en un hospital de Madrid, lejos de la ciudad y del mar que lo vieron crecer.
Cuando se anunció su muerte, las autoridades cubanas le dedicaron un sentido homenaje, como si él, Pablo, no hubiera dicho nunca nada acerca de lo que ellos hicieron con su sueño rebelde, como si ellos no fueran responsables de que su muerte tuviera lugar en la distancia.
Lo llora el exilio.
Lo lloran los encarcelados. Lo lloran las madres y los padres de los ahogados en el mar.
Lo lloran en Matanzas, en Sagua La Grande y en Batabanó, en medio de las casas en ruinas, en medio de la oscuridad y el calor del trópico que asfixia.
Lo lloran el burócrata y el guardiacárcel que ahora no saben qué hacer con la memoria de cuando eran jóvenes y cantaban para sus novias Yolanda, sin imaginar que habrían de convertirse en los hombres grises que hoy son.
Lo lloran los enloquecidos por esta pesadilla que lleva décadas y que no cesa.
Lo lloran hasta los que no lo conocieron.
Es inmensa la orfandad que su muerte ha dejado en este lado del mundo.
En los monasterios de la edad media, donde nació la cultura libresca, antes de que existiera ese mercado del saber que constituyeron más tarde las universidades, se consideraba a la lectura como una actividad corporal.
En una tradición que se extiende durante milenio y medio, —afirma Ivan Illich, en su libro En el viñedo del texto (1993)— el eco de las páginas sonoras, producido por una comunidad de bisbiseantes, se transmite a través del movimiento de la resonancia de los labios y la lengua.
Los oídos del lector están atentos y se esfuerzan por captar lo que su boca ofrece. Los ojos, a su vez, deben escoger las letras del alfabeto y reunirlas en sílabas, estando al servicio de los pulmones, la garganta, la lengua y los labios, que normalmente no pronuncian letras sino palabras. La secuencia de las letras se traduce directamente a movimientos corporales y patrones de impulsos nerviosos. Las líneas constituyen la banda sonora recogida por la boca y pronunciada por el lector para su propio oído.
En el lector monástico —según el autor— la lectura es una actividad mucho menos fantasmagórica y mucho más carnal; el lector comprende las líneas moviéndose según su latido, las recuerda recuperando su ritmo, y piensa en ellas como si las colocara en su boca y las masticara. Para el monje, la lectura no es una actividad más, es una experiencia que compromete a todo el cuerpo. Abarcando, incluso, su vida entera. Mediante la lectura, la página se incorpora y se encarna literalmente.
En la antigüedad, por el contrario, no tenían ningún libro que pudiera ser engullido. Ni los griegos ni los romanos fueron pueblos de un solo libro. Ningún libro estaba, ni podía estar, en el centro del estilo de vida clásico, del mismo modo en que lo está para los judíos, los cristianos o los musulmanes.
En cambio, para los devotos, en los monasterios de la edad media, el cuerpo entero interviene en una lectura que dura toda la vida. Se trata a través del libro y la lectura, en un compromiso que no tiene límites, de alcanzar la perfección de Dios (Illich, 1993).
¿Se lo imaginan? ¿A alguien entregando su vida, su cuerpo y todo lo que tiene, hasta transformarse en una especie de vaca rumiante, en la búsqueda de alcanzar la perfección de un saber al que siempre se le escapa algo? ¿Cuánto hay aquí de neurosis y de locura? ¿Se entiende por qué, en la lectura de lo que se ofrece como escritura, lo más interesante es justamente lo que puede escribirse de otra manera?
En su raíz, —retomando a Illich— leer se remonta a legere, que quiere decir recoger y escoger. Recoger, tomar, juntar, y a su vez elegir, seleccionar. Separando lo que buscamos de aquello que no queremos.
La metáfora remite a la cosecha o a la leña. Porque hay que saber distinguir cuál, y cuándo, están para ser levantadas y almacenadas; o cuándo conviene esperar y no hacerlo. Así también, hay que conocer cómo hacerlo para que no se echen a perder. ¿Cómo saber cuál es la leña buena, la que prende bien, la qué hace buen fuego o mejor brasa? No es fácil recoger, porque también implica escoger, seleccionar. Porque hay madera que hace humo y no prende, o se consume sin dejar brasas. Porque hay frutos que son muy amargos, y otros a los que todavía les falta; o también, por el contrario, están los que se pudren antes de que nos demos cuenta.
La página, por su parte, también viene de la metáfora recolectora: “cuatro hileras de vides unidas en forma de rectángulo,” del verbo pangere (en latín), que significa trabar, ensamblar, ligar, atar. Unir de modo tal que nos facilite la cosecha, que los frutos queden expuestos a las manos que los recogerán (Ivan Illich, 1993).
En otras palabras, ya hay lectura en la escritura. La página se arma para dar lugar al recolector. Él es el fruto último de la lectura. ¿De qué árbol habrá que arrancarlo? ¿Caerá sólo en algún momento? ¿Habrá que buscarlo? ¿Sacarlo de su escondite? ¿Producirlo nosotros mismos? En fin.
Hacemos hasta lo imposible para que no se pierda la cosecha, para que sepan qué está maduro en esta enseñanza que nos ocupa, qué cosas aún siguen estando verdes, y cuáles son los frutos envenenados. Hacemos todo lo que podemos para que el fuego no se apague, y el calor de la lectura los encienda. Pero también dependemos mucho de los estudiantes, de la forma de recoger y valorar lo que vamos armando al unir cada página.
No vamos a decirles que para leer a Freud y a Lacan se necesita la paciencia infinita del recolector o la voluntad inquebrantable del leñador. Aunque mal no les vendría. ¿Cómo pedirles a nuestros estudiantes que hagan una lectura sin nosotros —docentes— aportarles la nuestra? Esta es la dificultad. Si no tendríamos que suponer que ya está todo escrito. No se trata sólo de que lean, sino de lo que significa leer. Que no es sólo mantener viva la llama del texto, sino que el lector mismo se encienda. Que el texto sea sólo el combustible. Leer no sólo lo que está escrito, sino la operación de lectura que hizo posible que se escribiera de ese modo. Leer la lectura de lo que hace escritura. Por ahí va nuestra práctica de todos los días, y nuestro intento de enseñanza también.
El zorro y el erizo es una publicación digital del Programa de Contenidos Transversales Acreditables de Grado de la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario que busca acoger las voces de nuestra comunidad académica, comprometidas con los debates contemporáneos y la reflexión crítica sobre lo urgente y lo inactual. El nombre elegido remite a uno de los libros del pensador letón Isaiah Berlin (1909-1997), cuya obra dispersa y múltiple, cual las astucias del zorro, contrasta con la noble figura del erizo, signada por la sistematicidad y la centralización. Berlin abordó, entre otros temas, la libertad, la contrailustración y las relaciones entre ética y política.
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