UNO
En un mapa de la República Argentina, las Islas Malvinas se destacan por varias razones. Una de ellas es que su imagen, tantas veces y en tantos soportes reproducida, acabó por convertirse en lo que Benedict Anderson ha llamado un mapa logo, esos que podemos reconocer por su forma incluso si faltan referencias para ubicarlo. El de Malvinas, además, es un logo que tiene cierta simetría. Para Carlos Gamerro —el autor de Las Islas, junto a Los pichiciegos, de Enrique Fogwill, una de las ficciones más perturbadoras que se ha escrito sobre la Guerra de Malvinas— lo inconfundible de su forma coloca al mapa en el renglón de los íconos nacionales. Pero lo que para el mismo autor promueve una “peculiar fascinación” es su “simetría geográfica”, aquello que, asegura, lo asemeja a una mancha de Roschach, “esas manchas simétricas de tinta en las cuales el paciente puede reconocer las formas del delirio o del deseo, y el médico estudiar las de su locura” (Gamerro, Shakespeare en Malvinas, p. 13).
Si a esto se me permite agregar que el Estrecho de San Carlos tiene todo el aspecto de una grieta, el carácter icónico, para el cínico o el morboso que casi todos llevamos dentro, no podría ser más completo. La simetría de la que habla Gamerro, claro está, es inaceptable para matemáticos o ingenieros. No es una simetría geométrica. Solo es válida para temas que admiten la metáfora como medio de búsqueda, como disparador de reflexión. Y este es uno de ellos.
DOS
Recuerdo haber llegado a la lectura de los textos de la escuela de Edimburgo durante las clases de epistemología del profesor Félix Schuster. Durante una de sus visitas a Rosario, en 1997, dedicó una larga clase al “programa fuerte de la sociología del conocimiento científico”. David Bloor, autor del emblemático manifiesto, decía que cualquier explicación sociológica debía guiarse por cuatro principios: causalidad, imparcialidad, simetría y reflexividad. Los dos primeros sonaban a historicismo y el cuarto, que parecía el más novedoso, ya lo había adquirido estudiando a Pierre Bourdieu. Mi atención se quedó con el tercero, con el principio de simetría. No ciertamente por los alcances que sus promotores esperaban en sociología —debía emplearse tanto para explicar los aciertos como los errores, la verdad como la mentira— sino por el potencial que le otorgaba el mero hecho de tenerlo presente toda vez que enfrentara un tema. O la crítica de un tema, lo que por entonces estaba más cerca de mis posibilidades.
Ese principio, lo supe más tarde, es el que permitió abrir lo que los científicos sociales llamamos “la caja negra”, esa zona donde ocurren las interpretaciones y las explicaciones, que muchas veces no se muestran al desnudo porque es donde ocurre la magia. El principio de simetría de Bloor, siento y pienso desde entonces, es un palito que puede usarse para hacer saltar trampas propias y ajenas.
TRES
Hoy los argentinos somos mayoritariamente conscientes de que el 2 de abril es un día de conmemoración durante el cual no hay nada para celebrar. Los comandantes de la operación querían recuperar por las armas “soberanía” sobre un territorio (el archipiélago) pero para un pueblo (el argentino) al que se la habían arrebatado. Para un pueblo al que habían sometido a vejámenes varios. Si no fuera cierto sería una broma de mal gusto. En eso se parecen bastante el 2 de abril y el 24 de marzo. Son días para hacer memoria, para recordar que no fue una pesadilla.
CUATRO
Merecen reconocimiento y acompañamiento los veteranos de esa guerra, algunos de quienes todavía dan batallas no menos difíciles para conseguir atención médica o remedios. Otros esperan justicia en causas que conciernen a torturas y violación de derechos humanos en las Islas durante el conflicto. Otros, los que cometieron esos crímenes, esperan ser juzgados, o tratan de evitarlo. También son veteranos, por lo que esa última condición es compartida y de todo hay en el conjunto. De la misma manera que en otro conjunto más grande, argentinos, las identidades se superponen y no se excluyen.
Lo que asigna la cualidad de veteranos de la guerra de Malvinas (VGM) no es lo que cada uno hizo en la única guerra convencional que las Fuerzas Armadas argentinas libraron contra una potencia extranjera, sino que transitaron por esa experiencia, que para los argentinos que nacimos en los siglos XX y XXI es completamente extraordinaria. Y al contrario de lo que podría esperarse, el lugar que ocuparon y ocupan en las políticas oficiales y en la sociedad no reviste esa misma calificación. Si en su libro ¿Qué hacer con los héroes? Daniel Chao muestra que legisladores y gobernantes se pusieron en marcha de forma más o menos inmediata para tratar algunos problemas que presentaba el regreso al continente de los que volvieron de la guerra y las familias de los que cayeron en el campo de batalla, el proceso de reconocimiento de este nuevo sujeto —producido por una decisión de un gobierno de facto, pero inevitablemente encarnado en nuestra sociedad desde el minuto cero— no fue ni ágil ni sencillo.
El mandato de desmalvinización coetáneo al comienzo del primer gobierno democrático posdictatorial, la lentitud que suponen los circuitos estatales, y la construcción de un sentido común que —por mor de proteger una democracia que pasó varios años en neonatología— asociaba a los veteranos de Malvinas con los militares que habían secuestrado, torturado y desaparecido a sus propios connacionales, lo complicaban todo. Pero hubo más. Como escribió Federico Lorenz, el suicidio de cada veterano que regresó al Continente señala a “alguien que, entre otras cosas, no encontró un lugar social para compartir lo que había vivido, en nombre de todos.” El reconocimiento estatal no es todo: un pequeño grupo siente que puso en juego su vida por un conjunto grande que no lo reconoce. Si la reciprocidad era, en este caso, imposible: ¿lo era la simetría? Unos pocos pensaron en ello. Gamerro acierta cuando dice que, terminada la guerra, “[…] los veteranos, aunque pertenezcan a bandos enfrentados, se entenderán y se sentirán mejor entre ellos que con quienes no estuvieron en la guerra y nunca podrán entender lo que vivieron.” (Shakespeare, 38). La reciente película de Lola Arias, Teatro de Guerra, también va un poco de eso.
CINCO
A finales de los años 1760, todas las cortes europeas con interés en el archipiélago Malvinas discutían qué hacer. La francesa, la española y la inglesa, sobre todo. En las discusiones, aparecía repetidamente que las Islas estaban lejos y que eran desérticas. Esto a veces era un obstáculo (había que gastar mucho dinero para instalar una colonia ahí, o para librar una guerra contra un enemigo allá) y otras veces una ventaja (era un lugar donde instalarse de cero, se podía llevar población sobrante, instalar nuevas colonias, controlar un espacio clave). Todo se podía decir a favor o en contra.
Así, tanto en la corte española como en la inglesa se producían desacuerdos sobre si invadir (los ingleses) o sobre cómo defender (los españoles); sobre si expulsar a los invasores (la corte española, una vez más) o sobre si merecía la pena iniciar una nueva guerra (esto se conversaba en las dos cortes). El enfoque simétrico nos enseña que no debemos imaginar que solo una de las partes del conflicto es compleja y rugosa, mientras que las que están enfrente, son planas, monolíticas, sólidas. Con recordar que “en todas partes se cuecen habas” habremos dado un buen primer paso.
Pero en la segunda mitad del siglo XVIII, después de que el Caribe se había convertido en campo minado para todos, los ministros de las monarquías de Europa se habían convencido de que la ubicación de las Islas tan cerca del Estrecho de Magallanes y del Cabo de Hornos, conexiones entre los dos océanos, era un sitio clave de las rutas del mundo. Todos los asesores de los monarcas europeos —que hablaban sin saber nada de las Islas, pero sabían mucho sobre gobernar el mundo— acordaban en que la nación que ocupara el archipiélago sacaría ventaja sobre las demás.
SEIS
En una comunidad internacional que parecía estar de acuerdo con el valor de la posesión concreta para adquirir jurisdicción, considerarlas un desierto les asignaba el estatuto de un territorio disponible sobre el cual podían lanzarse. Cada una de las monarquías que se lo disputaba podía financiar incluso la producción de teorías que convinieran al modo que convenía a sus posibilidades. La Compañía de las Indias Occidentales, desde 1602 un actor con gran presencia en los negocios y los mares del mundo, contrató al joven jurista Hugo Grocio para que redactara los argumentos más convenientes al ejercicio del libre comercio. Según una comprensión coetánea e interesada del problema, todo el mar —y las islas que no eran adyacentes— debían ser territorio liberado, un desierto político. Algunas justificaciones tenían propósitos difíciles de disimular.
SIETE
“La mistificación es una combinación dosificada de mentira y verdad”, escribió en 1982 Carlos Brocato en un manifiesto contra la guerra de Malvinas. Si mistificar es engañar o embaucar, tanto como deformar y falsear el carácter de una cosa, Brocato tenía toda la razón cuando lo aplicaba a las justificaciones esgrimidas por la Junta Militar al inicio de la guerra, llamándolas, con toda razón, falacias. Pero esta misma calificación, con las mejores intenciones, se traslada a veces a ciertos análisis históricos o geográficos donde opera una mirada crítica o disidente hacia lo que, pensamos, es cierta unanimidad “argentina” alrededor del reclamo soberano.
Algunos se han dedicado a deconstruir mitos. Aunque no es un engaño deliberado, el mito intenta transmitir como verdadera una historia o una afirmación que tiene tintes que no lo son. Todo esto se concentra sobre una idea que ha tenido éxito, la del “nacionalismo territorial argentino”, cuyas raíces suelen ubicarse a finales del siglo XIX. Muchos autores (como Carlos Escudé, Luis Alberto Romero, Pablo Lacoste o Carla Lois) han ofrecido argumentos para sostener que Argentina no perdió territorio sobre Patagonia —sino que los ganó—, que no tiene soberanía sobre la Antártida —sino que participa de un tratado—, que la soberanía sobre Malvinas no depende de factores geológicos —porque estos “no dan” soberanía—, y que las ampliaciones de la plataforma continental no pueden depender de decisiones unilaterales. En estas miradas, los mapas oficiales argentinos cristalizarían estos mitos, haciéndolos creíbles a una población —finalmente, serían mitos que, una vez cartografiados, sirven para mistificar.
Respecto de Malvinas, que es ante todo un territorio cuya soberanía es reclamada y por lo tanto, todavía, un territorio disputado, la situación no puede ser abordada desde un solo foco. Exige que estas consideraciones, si no pueden ser investigadas de consuno —porque puede ser difícil, incluso para un equipo— al menos sean calibradas teniendo en cuenta un abanico de preguntas que permitan contextualizar las afirmaciones oficiales. En resumen, el conflicto diplomático debe ser considerado parte del contexto de producción —de los mapas, de las decisiones sobre la plataforma y de cada una de las que se tomen en función de ese territorio disputado.
Insisto, sin exigir investigación, mientras se observa esa producción de discurso oficial desde Argentina (la facilidad para ver la paja en el ojo propio), cabría al menos tener presente que, históricamente, Gran Bretaña también tiene una tradición cartográfica que expresa “deseo territorial”. En muchas ocasiones puso los mapas delante de los barcos y luego pretendió utilizarlos como pruebas. Las Islas Malvinas, por ejemplo, aparecen pintadas de color carmín en mapas de 1753 que, diez años después, hacían circular, azorados, los ministros de Carlos III, como prueba no de los derechos británicos, sino de que los británicos estaban reconsiderando asentarse en las islas.
OCHO
Al hablar sobre la forma en que se fija la plataforma argentina, habría que mirar cómo lo hacen los demás países y ante qué foros las validan. En el caso de Gran Bretaña, debiera citarse que ha ampliado sus zonas de exclusión alrededor de muchas de las islas que mantiene bajo sus dominios —como la creación de una zona de protección de recursos de 160 millas náuticas alrededor de Malvinas en 1986 (la FICZ). El argumento es llamativo: aseguran que dichas ampliaciones evitan conflictos con la Argentina. También debiera tenerse presente la inveterada práctica británica de no respetar los acuerdos firmados con otras coronas (en los siglos XVII y XVIII) o, después de la creación de la ONU a mediados del siglo XX, de hacer caso omiso a las decisiones de organismos plurinacionales.
Muchos de estos prolijos ejercicios de autocrítica, que son excelentes insumos para repensar estrategias de negociación evitando los terrenos cenagosos, presumen no obstante que todas las fallas están del lado propio. Habiendo también viga en el ojo ajeno, no se la estudia, ni siquiera se la señala. Así como la alegría no solo es brasileña, la mistificación no es solo argentina.
NUEVE
La Declaración de Madrid (19 de octubre de 1989) dio origen al período que se llama de paraguas de la soberanía y, entre los especialistas en relaciones internacionales, se afirma que los acuerdos que se hicieron bajo ese artefacto —que más que paraguas es una heladera— no pueden volver a poner en discusión ese tema central. El actual gobierno pretende modificar este aspecto, lógicamente, para avanzar en negociaciones que no tengan restricciones de agenda. Como se ha dicho, mientras que algunos señalan la unilateralidad de decisiones argentinas como la creación de una zona económica exclusiva (1991), no consideran su deber señalar también los avances británicos en materia de explotación pesquera y petrolífera sobre aguas que, incluso para los organismos internacionales, son argentinas. El debate casi nunca aterriza en la cuestión material.
Uno de los problemas que tiene la Argentina en este sentido remite a la cuestión militar: la España de Carlos III consiguió hacer cumplir pactos escritos y cláusulas secretas cuando se encontró en una superioridad militar enorme y evidente —la evicción de Puerto Egmont el 10 de junio de 1770—; la revolución de Mayo impuso desde Buenos Aires la adhesión al nuevo gobierno a sangre y fuego, comenzando por la creación de un “ejército de observación”; en cambio, los organismos multilaterales de negociación no disponen de la fuerza para constituirse como autoridad de aplicación, y los dispositivos de defensa marítima de la República Argentina no tienen la musculatura que le permita una presencia persuasiva en las aguas del Atlántico Sur que intimide, por ejemplo, a quienes invaden para pescar. Hay, pero hace falta más.
El PBI de Malvinas es uno de los siete más altos del mundo. Según datos del gobierno de las Islas, en 2019 el 40% de ese PBI fue resultado de la pesca. Esa pesca fue realizada parcialmente en aguas sobre las que la Argentina tiene derechos —pero que de hecho no puede transitar ningún buque con nuestra bandera. Mientras tanto, en tierra firme, comer pescado es casi cosa de ricos. En España, el mejor calamar que ofrecen las cadenas de supermercados proviene del Atlántico Sur y está etiquetado como “argentino”, para saber que es “el bueno”. Todo esto es menos romántico que la soberanía por sí y para sí. Pero la soberanía alimentaria —de la que muchos no quieren ni oír hablar, porque son Vicentín— tanto como la soberanía ecológica —lo mismo, ahí son Monsanto— tienen todo que ver con la posibilidad de un ejercicio cierto de la jurisdicción y la defensa sobre estos espacios.
DIEZ
Los colegas e intelectuales que, con sanas intenciones de aportar al debate, se enfocan en los efectos para ellos mistificadores que las Islas provocan —como si las islas pudieran hacer algo— sobre los productores de cartografía, historia o simplemente política argentina han hecho aportes importantes. Pero lo hacen sin formularse preguntas que ayuden a contextualizar el conflicto. Lo hacen sin preguntar nada acerca de la construcción de la Commonwealth, de los crímenes que oculta el elegante nombre, de los abusos a personas, pueblos y naciones que la misma supone. Sin revisar los hechos de fuerza luego travestidos como pruebas de derecho y están dispuestos a aceptar tranquilamente, sin ningún titubeo, que el statu quo británico en las Islas es un dato que nos tiene que dejar tranquilos, esperando serenamente que la situación se resuelva.
Intelectuales y científicos sociales de todo el arco democrático tenemos dos coincidencias profundas: necesitamos y nos ganamos total libertad para pensar y producir, y nos repugnan profundamente los infames que llevaron adelante la feroz dictadura cívico-militar con participación eclesiástica y empresarial, esa que redujo el país a una de sus más pobres expresiones en todos los planos. Pero debiéramos ponderar en qué medida ese sentimiento, que se extiende sobre quienes iniciaron la guerra, ha incidido sobre los supuestos básicos con los que abordamos nuestro trabajo. Hay que ponerlos sobre la mesa para que no nublen nuestra vista. La disputa por el Atlántico Sur —que es un asunto de alta política, de diplomacia y de defensa, pero también objeto de estudio de varias ciencias sociales y humanas— hoy ni siquiera es solo con una nación. Su abordaje requiere reconocer una compleja construcción multinacional, nacida de abusos y agresiones que se alimentaron lentamente desde el siglo XVIII hasta la actualidad y se transformaron en “legales” con base en decisiones unilaterales y acuerdos convertidos en papel picado. Gran Bretaña tiene una larga tradición en transformar sus pruebas de fuerza en pruebas de derecho. Eso, moralmente —lo que en este caso se puede intercambiar por históricamente— no puede ser naturalizado.
ONCE
Durante el acto que tuvo lugar en el Polo Científico Tecnológico (Buenos Aires) este 24 de marzo, el presidente Alberto Fernández homenajeó a ocho miembros del CONICET detenidos-desaparecidos por la Dictadura. Sentado entre la titular de Familiares de Desaparecidos y Detenidos (Angela “Lita” Paolin de Boitano) y la representante de Madres de Plaza de Mayo-Línea Fundadora (Taty Almeida), dijo que las dictaduras latinoamericanas tuvieron algo en común: “a nada le temieron más que al pensamiento, nada fue más peligroso”.
Se me ocurre un último ejercicio de simetría, esta vez ajustando el foco en alguna de las revisiones que, como señala la intelectualidad crítica que felizmente tiene este país, nos debemos. Consiste en que los dirigentes políticos se exijan a sí mismos la consecuencia con la causa que nos piden a los demás —por caso, que lo que es una política de estado tenga un presupuesto cuyo volumen se condiga con ello en todos los rubros (Defensa, Relaciones Exteriores, Ciencia)**— y en que los intelectuales, cuya función es producir y cuestionar, seamos simétricos y re-flexivos, para hacernos notar a nosotros mismos que quizás no estemos viendo algo del terreno político que atraviesa nuestras miradas.
A estas horas, el Jefe de Estado sabe bien que es dueño de sus silencios, pero se le puede recordar que también lo es de sus palabras. Gracias a eso, puede citarse a sí mismo para tener presente que nada debe temer al pensamiento crítico, porque solo las dictaduras lo hicieron. Los intelectuales, de nuestra parte, haremos bien en recordar con una frecuencia menos remolona, que nuestros accesos a la realidad son casi siempre demasiado parciales e interesados. Así como dejamos de ver “la viga en el ojo ajeno” por ponernos exquisitos con la paja en el propio, solemos olvidar datos tan sencillos que son desarmantes.
DOCE
Las dictaduras latinoamericanas, y la del ‘76 en la Argentina no fue la excepción, además de perseguir e intentar suprimir el pensamiento crítico, suspendieron la vigencia de las instituciones republicanas y de las garantías constitucionales (o de la Constitución a secas) de sus respectivos países. Entonces, la tentación de considerar la Constitución como una amable sugerencia podría tener, como de hecho lo tiene cada vez que es violentada por cualquiera, tristes consecuencias.
El 16 de agosto de 1994, la redacción de la primera cláusula transitoria de la nueva Constitución Nacional que daba carácter de ley a la ratificación por parte de la Nación a la imprescriptibilidad del reclamo soberano sobre “las islas Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur y los espacios marítimos e insulares correspondientes por ser parte integrante del territorio nacional” fue aprobada por una abrumadora mayoría. Solo Oscar Raúl Aguad —convencional por la Unión Cívica Radical de la Provincia de Córdoba— y César Arias —convencional por el Partido Justicialista de la Provincia de Buenos Aires— votaron en disidencia total y parcial respectivamente. Los convencionales artífices de esa mayoría, que por muy poco no fue unanimidad, fueron popular y democráticamente electos.
No falta quien asocie algunos renglones de la Constitución con mandatos que le inhiben o le prohíben pensar libremente —tampoco faltan renglones que algunos gobiernos no consiguen interpretar o implementar mínimamente. Pero no se puede considerar la Carta Magna parcialmente, menos cuando, por mor de simetría, exigimos a los gobernantes que lo hagan y denostamos a quienes suspendieron su vigencia.
ÚLTIMO
Consenso. La causa Malvinas es una causa de consenso y, como todo consenso, tiene sus disidentes. Los tiene de fondo y los tiene de forma. Tiene negacionistas y tiene mentes inquietas que buscan introducir matices en la forma de abordarla. Pero el pretendido divorcio entre progresismos políticos y mantenimiento del reclamo soberano por las islas tiene que ser revisado. Políticas pacíficas sosteniendo un reclamo soberano, democracia y Nunca más, no son incompatibles. El cartel que mostró la Madre de Plaza de Mayo Delia Giovanola en 1982, manifestaba una voluntad que hoy, cuarenta años después, conserva toda la fuerza de un reclamo.
*Una versión más extensa de esta nota salió publicada en Revista Rea bajo el título “Las islas simétricas”.
* No desconozco las virtudes del lenguaje inclusivo, y mucho menos su condición de resultado de largas luchas. Dicho esto, emprendo la escritura de estas líneas despreocupado por esta cuestión y redactando en un castellano clásico, que todavía me sale más fluido. Donde dice “un argentino” debe leerse, por favor, argentino, argentina o argentine. De otra parte, cuando escribo Malvinas, casi siempre debe leerse Malvinas, Georgias del Sur, Sandwich del Sur y los espacios marítimos e insulares correspondientes por ser parte integrante del territorio nacional.
**Y una oposición que en lugar de sacar tajada mediática, vote esos presupuestos.
¿Qué vamos a hacer ahora que conmemoramos cuarenta años de una guerra? Sus combatientes están entre nosotros. Todavía viven, también, madres, padres, tíos, los lazos afectivos de aquellos chicos de la guerra que tuvieron el apoyo popular en los días del otoño de 1982, el más triste que mi memoria recuerda, solo superado, probablemente, por el de 1976. Aunque este último, y su desolación, es algo que construí después, cuando supe muchas cosas más que en aquella época eran secretos o rumores. Pero entre abril y junio de 1982, en cambio, pasamos del entusiasmo al más grande de los asombros, a la mayor de las frustraciones, y eso sí que lo recuerdo. Cada uno como pudo, cada uno desde su edad, su conocimiento, su responsabilidad, vivió la guerra y apoyó a los chicos de la guerra, los soldados de Malvinas. Escribo “chicos de la guerra” con total intención. Porque cuando la guerra terminó, ese calificativo sirvió para explicar la derrota poniéndolos a merced no solo de los británicos, sino de sus superiores. No importaba que fueran chicos cuando marcharon a combatir, pero su juventud sirvió para explicar y justificar el fracaso cuando la guerra terminó.
El 14 de junio de 1982 apagamos la televisión, cambiamos la radio, dejamos de comprar las revistas que habíamos incorporado a nuestras costumbres, y que muchos aún atesoran, y seguimos con nuestras vidas. Pero, ¿cómo hace alguien que vivió una guerra para apagar la tele y seguir? En qué caja guarda sus recuerdos, cómo entra y sale de ellos, cuán preparado está un excombatiente, una madre que perdió un hijo cuando la memoria los asalta de manera impiadosa, sin tener en cuenta el paso de los años.
Por eso no hay respeto ni recuerdo suficientes para esas personas, y si bien siempre deberíamos pensar todo lo que decimos antes de hacerlo, creo que ese esfuerzo, en este caso, se redobla. Sobre todo en estos tiempos de palabras e imágenes fáciles. Cuarenta años de una guerra merecerían el esfuerzo de demostrar que algunas cosas hemos aprendido.
Una de las formas de recordar aquellos años es a través de objetos que los encarnan. Hay museos, colecciones, memoriales que atesoran objetos de la vida cotidiana, y también evidencias de la guerra: armas, uniformes. En numerosos pueblos y ciudades de nuestro país un avión de Malvinas hoy convertido en monumento recibe a los visitantes, por no hablar de otras construcciones conmemorativas por todas partes de la Argentina. Pero la verdad es que al menos a quien esto escribe nada lo conmueve más que las cosas que remiten a la vida cotidiana de las personas. Y si bien los restos de un avión estrellado en las islas, descansando como un pájaro muerto, conmueven, para mí no significan tanto como el tubo desteñido de una birome abandonada entre las antiguas posiciones que también encontré. Porque mi mente voló hacia las palabras que su dueño había escrito, e imaginó cartas que fueron y vinieron, quizás, ojalá, hasta el feliz reencuentro tras el regreso.
Los objetos nos atan al pasado: son la evidencia material de que lo que vivimos no es solo un mal recuerdo. Esa esquirla que alguien logró traer como prisionero es la que pegó en la trinchera. Esas cartas, ya ilegibles, son las que me mantuvieron vivo. “¿Ven este cuarto?”, podría preguntarnos una mamá. “Está tal cual él lo dejó”. “En ese banco de plaza”, nos cuenta un vecino, “nos juntábamos los pibes a boludear los fines de semana. Antes de la guerra éramos seis. Después de la guerra, cinco. Ahora, ya no vamos más. Cada tanto paso y me acuerdo de él”.
Los objetos son mágicos, como es mágico el don de recordar, y deberíamos ser capaces de hacer buenas cosas con él. Desechar recuerdos debería ser siempre una decisión, no algo que se produce debido a un accidente, o a la simple indiferencia. Y si algo mantiene viva esa capacidad de electrizarnos que tiene un objeto del pasado, es nuestra curiosidad. Aún tengo presente apretar con fuerza un par de medias militares verdes que encontré guardadas entre dos piedras, en las islas, y la forma en las que al aferrarlas imaginé a quien las usó en 1982. La duda de si se había salvado o no, y el alivio que tuve cuando meses más tarde se las regalé (“devolví”, pensé) a otro veterano.
Guardo en una botella tierra de las islas. No cualquier tierra, no. Es tierra que junté del fondo de un embudo de artillería, una boca abierta y silente cuyo secreto intenté escuchar en 2007, la primera vez que fui a las islas. Antes tenía más cosas, pero fueron encontrando su destino: donadas a un museo, o entregadas a personas que creyeron que con un objeto traído de las islas estarían más cerca de ellas. La primera vez que viajé a las islas, en 2007, cuando aún no había un clima tan distante como en los últimos años, la encargada de la aduana en el aeropuerto, en Mount Pleasant, vio las bolsas de tierra que nos llevábamos y hasta se permitió un chiste: nos preguntó si pensábamos recuperar las islas así, de a poco.
En realidad, sin nuestra curiosidad, sin las preguntas que le hacemos a los objetos, al pasado, las cosas no son nada. Sin nuestras preguntas, las personas están a solas con sus recuerdos.
El escritor Tim O’Brien, veterano de la guerra de Vietnam, escribió un cuento genial que se llama «Las cosas que llevaban». Describe las vidas de los infantes yanquis en el Sudeste Asiático mediante el recurso de pasar revista a sus mochilas y sus bolsillos; suma el peso de cartas, cubiertos, armas accesorias, ropa de recambio, remedios y sustancias prohibidas hasta saber cuánto le pesaba la guerra en la espalda, cada mañana, a los soldados que vimos ya como Rambo, ya como Forrest Gump en tantas películas. Escribe O´Brien: “Llevaban todo el equipaje emocional de hombres que podían morir. Pena, terror, amor, añoranza: eran cosas intangibles, pero las intangibles tenían su propia masa y gravedad específica, tenían peso tangible”.
A lo mejor él fue capaz de pensar esas preguntas porque también combatió. Pero yo no sé, la verdad, cuántas veces, desde 1982, les preguntamos a nuestras mujeres y hombres atravesados por Malvinas cuánto les pesa la guerra que llevan a cuestas. Cuánto les pesan las cosas que ellos llevan. Y que llevaron en nombre de todos nosotros.
Florencia Mártire escribió un texto llamado «El baúl de Malvinas», en el que narra de qué manera los objetos que guardaron con su familia eran el hilo vital con Jorge, su padre, que combatió en Malvinas y se quitó la vida el 1° de marzo de 1993. En el ritual en el que ella y su madre revisan las cosas que guardaron y eligen quedarse o no con ellas, la figura del soldado que volvió de las islas pero no sobrevivió a la posguerra se humaniza y duele más aún. Aunque no se lo he preguntado, estoy seguro de que Florencia hubiera preferido no escribir ese relato, ni recibir los elogios que ha recibido por él.
Creo que por eso mismo es que este aniversario, quizás más que otros, porque fue hace tanto y tan poco a la vez, deberíamos esforzarnos por preguntarnos, por preguntarles, a tantas y tantos atravesados por aquella guerra, por las cosas que llevaron durante todo este tiempo. Creo que no es urgente que lo hagamos solamente porque la “fecha redonda” nos convoca, sino porque estamos emergiendo de una pandemia que mató a alrededor de ciento veinte mil compatriotas, y aquí estamos, repitiendo aquello de pasar la página lo más rápido posible, nosotros, los que nos entusiasmamos tan rápido en aquellos días de 1982, y seguimos nuestro camino igual de rápido después.
Reconocer ese proceso de olvido, reparar ese desencuentro, esa falta de escucha, sería una auténtica conmemoración. Creo que ese gesto de humanidad, quizás a una escala tan pequeña que pasaría tan desapercibido entre tanto acto y recordatorio, sería en cambio una posibilidad de reencuentro no solo con esas personas, sino con nosotros mismos.
Entonces, el 2 de abril, paradoja de paradojas, es una conmemoración pública en la que estoy seguro de que muchos compatriotas volverán a estar, otra vez, más solos que nunca. Revisarán, quizás, sus cosas. Repasarán momentos del pasado. Se abrazarán, los que pueden, a otros sobrevivientes, para estar seguros de que están vivos.
El recuerdo de una guerra tan lejana y cercana a la vez aún aguarda mejores preguntas de nuestra parte sobre lo que pasó. Buenas preguntas, auténticamente curiosas. Porque preguntas alimentadas de certezas, sobre Malvinas, hay miles. Son profecías autocumplidas, señales de un truco en el que siempre perdemos de mano. Pero las preguntas para saber son más difíciles de hacer. Porque son esas, como los objetos, las que tienen la posibilidad de traer el pasado al presente, para darle sentido. Quizás lo único a lo que podríamos aspirar en un aniversario.
Publicado originalmente el 30 de marzo de 2022 en El Diario Ar |
El zorro y el erizo es una publicación digital del Programa de Contenidos Transversales Acreditables de Grado de la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario que busca acoger las voces de nuestra comunidad académica, comprometidas con los debates contemporáneos y la reflexión crítica sobre lo urgente y lo inactual. El nombre elegido remite a uno de los libros del pensador letón Isaiah Berlin (1909-1997), cuya obra dispersa y múltiple, cual las astucias del zorro, contrasta con la noble figura del erizo, signada por la sistematicidad y la centralización. Berlin abordó, entre otros temas, la libertad, la contrailustración y las relaciones entre ética y política.
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