Se ha instalado la idea de que todos los hispanohablantes hablamos una misma lengua. Este concepto funciona como un presupuesto sólido para sostener el discurso del tercer idioma más hablado en el planeta, para declamar sobre la riqueza expresiva del español, para hacer gala de la libertad de construcción de sus enunciados y otras tantas cuestiones que se justifican en la amplia distribución geográfica de los innumerables usuarios del idioma.
En un sentido, es innegable que existe un origen único y geopolíticamente fundamentado en la variedad de Castilla y a partir de la sentencia de Nebrija (1492): “la lengua es compañera del imperio”. Adonde llegó España, llevó su lengua.
Compartir un mismo origen podría ser un fundamento suficiente para asumir que la variedad de Madrid es igual que la de Managua y que estas son idénticas a la de Santiago de Chile o Neuquén. No obstante, este argumento genético parecería no responder a las expectativas mínimas que se tienen sobre la identidad lingüística entre diferentes dialectos.
Hoy, con el despliegue de las redes sociales, puede accederse a textos escritos, grabaciones y videos en los que pueden notarse las diferentes modalidades regionales o nacionales del español. En muchas ocasiones nos resultan poco comprensibles, ya sea por la cadencia, la entonación, la selección del vocabulario o la sintaxis. Cada dialecto (el uso efectivo de una variedad lingüística en una comunidad hablante dada), ofrece una gama de particularidades que lo vincula con su espacio, con su historia, con su contexto, sus contactos con otras lenguas y sus necesidades expresivas. Ni en la misma península ibérica todos emplean la misma variedad.
Básicamente, hablar del español como unidad no es más que pensarlo como una gran abstracción que solo existe en una concepción ideal y que se construye a partir de ciertas coincidencias entre sus manifestaciones lingüísticas concretas. Para ilustrar esta situación a partir de una analogía hiperbólica, podría decirse que sería como entender que el español, el portugués, el italiano y todas las lenguas que llamamos ‘romances’ no son otra cosa que el latín diversificado en regiones y relaciones.
No obstante, es interesante considerar que la voluntad de unidad panhispánica es una eventual fortaleza para el aprovechamiento político, económico y cultural del español en el concierto de las naciones.
Dicho esto, es preciso recordar que en 1713 se funda la Real Academia Española por iniciativa de Juan Manuel Fernández Pacheco, VIII marqués de Villena y duque de Escalona, con el propósito de establecer cuáles debían ser las voces y los vocablos que constituirían el castellano para lograr una mayor propiedad, elegancia y pureza. Conviene aclarar que no todas las lenguas cuentan con una institución que se ocupe específicamente de sus características, peculiaridades y funcionamiento.
La RAE mantiene su vigencia hasta nuestros días, pero sus objetivos han ido mitigando progresivamente su perfil normativo y prescriptivo, sobre todo con la incorporación de academias extraeuropeas como correspondientes, en su mayoría de las repúblicas hispanoamericanas. La idea fundamental de este movimiento llamado panhispanismo o hispanoamericanismo es que los ciudadanos de todas las naciones que tengan el español como idioma tienen por patria común una misma lengua y comparten el patrimonio de una misma literatura.
Hasta aquí, todo resultaría muy claro y transparente, pero es oportuno que se considere la mirada de los habitantes de esta parte del mundo sobre la RAE.
Parecería que la condición de “real” que ostenta la Academia Española moviliza la disposición de los hablantes frente a los comunicados y manifestaciones de la institución. Algunos las acatan con una pasividad reverencial ante la realeza (“Aún no lo incorporó la RAE”, “Si no está en la Nueva Gramática…”, “La RAE no autoriza su uso”), otros las critican y cuestionan revulsivamente sin mayores reflexiones (“¡¿Quiénes son para decidir?!”, “La lengua es de los usuarios, que no vengan a decir nada”, “No sigamos sosteniendo esas instituciones imperialistas”), otros, sin tener mayor información se alinean con alguno de los dos bandos según convenga.
El hecho es que la Real Academia Española no deja de ser una instancia suficientemente útil para relevar las voces, los giros, las modificaciones de significación, la frecuencia de usos, los registros de oscilaciones y evoluciones de los elementos del español.
La RAE, si bien ofrece una imagen de un grupo de cuarenta y seis notables veteranos que periódicamente se reúnen para tomar decisiones sobre nuestro sistema lingüístico, está integrada por un equipo bastante amplio de intelectuales y personal que se ocupa permanentemente de observar publicaciones de diferente origen y registrar, a modo de inventario, todas aquellas modificaciones, incorporaciones o conmutaciones que los usuarios imprimen sobre el español e intentan proponer explicaciones rigurosas sobre su organización y su funcionamiento. Es un muy interesante recurso para observar, aunque sea estadísticamente, la historia y la actualidad de un sistema que nos incluye y nos constituye como sociedad.
Ni el respeto reverencial ni la confrontación o ninguneo categórico son actitudes útiles u oportunas ante la RAE.
El eventual inconveniente no está en la institución per se, sino en cómo nos posicionamos frente a ella. No es necesario alimentar ningún resabio de resistencia atávica ante las monarquías o de genuflexa sumisión a los poderes imperiales. Es preciso que armónicamente continuemos dándoles trabajo a todos los miembros y colaboradores de la academia, usando espontáneamente el dialecto de la lengua española que hablemos, considerando los registros, adecuándonos a los contextos, seleccionando los géneros textuales, comunicándonos con eficiencia.
La RAE, por más actualizada que se pretenda, siempre irá detrás del uso. Su tarea es histórica: habla de cómo fue la lengua hasta el momento en que recolectó el último dato. Y aunque se haya manifestado minutos después de computarlo, ya forma parte del pasado, el español cambió, en algún lugar de ese mundo panhispanista, una nueva palabra surgió, un giro cobró una nueva significación, una nueva posibilidad sintáctica tuvo lugar.
Lo magnífico de esta construcción teórica que es el llamado idioma español radica en la riqueza de sus variantes y en la vitalidad de su sistema.
La RAE, con su poco o mucho prestigio, sigue proponiendo normas (modos ideales de cómo deberían usarse los recursos del sistema para obtener más adecuadas y mejores significaciones) mientras que los usuarios sabemos que, en última instancia, solo pueden enunciarse reglas (descripción de regularidades que dan cuenta de cómo, efectivamente, funciona el sistema).
La lengua no respeta ninguna ley externa a sí misma, ni la coacción institucional ni el voluntarismo bienintencionado afectan su ejercicio y su articulación. Es en el conjunto social donde aparecen las demandas de diversificación. Nuestra lengua está dispuesta para dar cuenta de la variación dentro de su sistema y lo hace eficientemente.
Y, como dice Neruda, aludiendo a los conquistadores españoles, en “Las palabras”:
“…el idioma. Salimos perdiendo… Salimos ganando… Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras”.
La oposición entre individuo y sociedad es tan antigua como irresistible su encanto.
La idea de aislarse para preservar una dignidad humana de corte solipsista se vio reforzada con el surgimiento teórico y práctico de la forma Estado.
A fines de un mayor entendimiento haremos un rápido ejercicio de genealogía filosófica.
Cuando Thomas Hobbes da a conocer su célebre Leviatán solemos olvidar dos de sus motivaciones principales: a) es una obra adversa a la filosofía política de Aristóteles; b) es un libro que trabaja conscientemente con términos ficticios. El “estado de naturaleza” y la “firma del contrato social” son requisitos, no realidades. Los precede y los semantiza un “como si” (as if). Veremos que un ítem es impensable sin el otro.
Es conocido que Aristóteles define al hombre como “animal político” (Política, Libro I, 9) y, al hacerlo, no está tanto legitimando la acción política sino destacando el carácter gregario de todo ser humano. Sabemos que “política” deriva de polis, la ciudad estado griega cuyo origen respondía a una necesidad y orden naturales. El mundo griego clásico se caracteriza por pensar la política como organización de la sociedad en que se vive. La convivencia es una cuestión de naturaleza, pues “sólo una divinidad o una bestia pueden vivir absolutamente solos” (Política, Libro I, 14).
Es esta antropología filosófica y política la que Hobbes combatirá. Estimulado por una cosmovisión mecanicista, propia de su tiempo, todo y cualquier tipo de causalidad natural le sería ajena. Será el virtual signatario del contrato quien bajo el imperativo del miedo a la muerte violenta y el amenazador sintagma homo homini lupus se pensará dueño y agente de sus actos. Lo que la noción de contrato como fundamento de la política moderna arrastra es la falacia de que el individuo es anterior a toda asociación humana. Si esto es así, cualquier forma de comunidad es una concesión, una subordinación del uno para el todo social. En suma, una derrota. Dada esta cosmovisión, toda sociedad en su forma moderna y estatal de gobierno, es opresora. La “libertad” nace, así, por oposición. Es de carácter negativo: su ejercicio depende esencialmente de un estado hipostasiado como lugar jurídico de una represión ubicua.
La libertad moderna, y sus demandas contemporáneas, son pensadas fuera de toda agrupación humana que tenga objetivos en común. Primero las mueve el miedo al otro, a su contingencia. Luego, ese miedo se transformará en justificación para la falta de empatía. Esta carencia lleva a pensamientos y acciones que operarán exclusiones. La imprecisión retórica del pedido de mayor libertad sólo adquiere significado cuando se piensa al resto de las personas como su negación ontológica. El otro deviene enemigo. El “colectivismo” deja de ser una posición política y se transforma en el núcleo de todo mal. Esta identificación capciosa entre “sociedad” y “colectivismo” revela los oscuros pliegues de las consignas libertarias actuales. “Comunitarismo” se homologa a “comunismo” y “colectivismo” a “estalinismo”. El viejo mago esconde su conejo semántico y exige que no veamos el truco, por más evidente que sea.
Señal de estos tiempos, el canto de libertad exige no tanto un mástil al que amarrarse sino claridad en lo que se quiere para sí, en inevitable y fundamental convivencia con los otros.
La política como organización de la sociedad, entendida como el mayor conjunto posible de personas, si bien resulta una obviedad, también precisa ser cantada.
El zorro y el erizo es una publicación digital del Programa de Contenidos Transversales Acreditables de Grado de la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario que busca acoger las voces de nuestra comunidad académica, comprometidas con los debates contemporáneos y la reflexión crítica sobre lo urgente y lo inactual. El nombre elegido remite a uno de los libros del pensador letón Isaiah Berlin (1909-1997), cuya obra dispersa y múltiple, cual las astucias del zorro, contrasta con la noble figura del erizo, signada por la sistematicidad y la centralización. Berlin abordó, entre otros temas, la libertad, la contrailustración y las relaciones entre ética y política.
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