¿Alguien pateó alguna vez un hormiguero? ¿Quizás cuando eran niños? Confieso que yo sí. Hoy, como adulto, como docente, no se me ocurre una imagen más gráfica para expresar la sensación de lo vivido desde el punto de vista educativo entre 2020 y 2021. Recuerdo aquel momento: el desparramo de tierra, las hormigas yendo y viniendo desconcertadas tratando de recuperar su ruta, su ritmo y su tarea mientras los pisotones inclementes caían sobre ellas. Otros fragmentos del hormiguero seguían bullentes de insectos como si tal cosa. Y también quedaban hormigas sueltas y solas por todas partes, incluso a metros de distancia.
Así me sentí el año pasado. Los docentes estuvimos solos para mantener el lazo, en el mejor de los casos, mediante la virtualidad. Trabajamos en condiciones tan malas que para millares de compatriotas es como si no hubiéramos hecho nada, y esa sensación alimenta la crítica. Fueron condiciones que invirtieron aquellas para las que nos preparamos y las que la sociedad espera de nosotros: no pudimos ir a las escuelas ni estar en contacto con nuestros estudiantes. Y en esas mismas condiciones trabajamos este año.
¿Qué nos encontramos al regreso de las vacaciones de invierno? Mayor presencialidad, un relajamiento en el cuidado social, la vacunación que avanza, la amenaza de la circulación de la variante Delta.
La incertidumbre ha llegado para quedarse, y es un enorme condicionante para el trabajo de todos, desde ya. Pero para educar, limita la proyección prácticamente al día a día.
Una situación de emergencia como la que vivimos, que se prolonga de manera indefinida, reactualiza dos preguntas. ¿Qué espera la sociedad de un docente durante la pandemia? ¿Qué espera que haga en el futuro, cuando el virus esté controlado y emprendamos una “nueva normalidad”? Preguntas tan fáciles de responder como enorme la variedad de respuestas que encuentran, sobre todo la primera de ellas. Por ejemplo, hoy en día queremos que el docente enseñe como si no hubiera contagios, que sea solvente en TICS, que mantenga el protocolo, que se actualice, que se ocupe de los chicos, que no haga paro… Y la lista podría seguir.
Ahora, para la segunda pregunta: por favor, alguien que conteste. Me anoto a ese meet, zoom, a la hora que quieran. Me muero de curiosidad por la respuesta porque tengo la sensación de que un mal de época, además del virus, se ha trasladado a la educación: todos opinan porque hay facilidad e impunidad para hacerlo, mientras los responsables políticos de los que se esperan lineamientos y decisiones se suman a esa tendencia y se transforman en comentaristas de la realidad. Es difícil encontrar voces que convoquen a un esfuerzo mayor que la supervivencia y que no vayan a la zaga de los portales y las redes.
La conclusión es que la pregunta por la futura función social de los docentes no se puede responder. Porque para asignar una tarea hay que imaginar un escenario, y este ha sido reducido al regreso a algo que ya no existe: el país, el mundo de 2019. En medio de la emergencia ni siquiera reparamos en que una cosa es imaginar la educación en función de la crisis que evidenció y los cambios que vive a diario, y otra muy diferente pensar al docente necesario para que aporte a un modelo de sociedad y país. Eso, justamente lo que no está enunciado, es lo que ayudaría a organizar todo.
Por eso es que no entiendo bien lo que pasa y esto es un soliloquio. Me gustaría hablar sobre la educación y la pandemia en la primera persona del plural, como en otros artículos que he publicado aquí mismo; como cuando doy clase. Pero cada vez resulta más difícil enunciar esa colectividad, porque ni siquiera nos interrogamos acerca de qué significa. Ese también es uno de los efectos de la pandemia.
— No entiendo bien —escucho cortado por el zoom.
— No entiendo bien —me dicen desde el fondo del aula a distancia de protocolo (siempre que se puede sostener esa distancia).
Hablo casi a los gritos, tapado por el barbijo, pegajoso después de unas cuantas horas de clase. Y cuando alguno de mis chicos interviene tengo que pedir, invariablemente, que repitan lo que dijeron, su voz ahogada también por la tela protectora. No entendemos lo que nos dicen, no se entiende lo que decimos.
No entiendo, y mi tarea es ayudar a entender.
¿Cómo es enseñar sin herramientas tecnológicas o con herramientas provistas sin plan alguno, con todas las reglas del oficio cambiadas? En 2020 el sistema educativo descargó su peso sobre cada uno de nosotros, y ni todos reaccionamos de la misma manera ni tuvimos las mismas posibilidades (es tan obvio que agota repetirlo). Navegamos con estrategias individuales un mar de directivas contradictorias agitado por la angustia comprensible de las familias. De semejante descalabro se alimentaron y buscaron sacar ventaja todos los sectores políticos, fueran defensores de la educación pública o no, unidos por la lógica del beneficio inmediato y sin tener en cuenta el daño estratégico que significaba cuestionar despiadadamente un sistema.
¿Qué se espera de nosotros, salvo que “estemos”? Durante el 2020 la tarea quedó librada a nuestra responsabilidad (o discrecionalidad, si prefieren). Puede entenderse. Pero este nuevo año todo el mundo parece creer que las clases retomaron una “normalidad” que no es tal, porque aplican un modelo de escuela previo a la pandemia sin tener en cuenta que vivimos aún bajo sus efectos, y lo haremos muchos años más.
¿Hasta cuándo va a durar esto? La pregunta es tan urgente y tan letal a largo plazo como el COVID- 19, porque apurados por el día a día descuidamos sus efectos secundarios: ¿para qué vamos a sobrevivir? ¿A qué mundo queremos salir? ¿Qué cosas se han roto, y no queremos que vuelvan a suceder?
Soy docente. Mi tarea es pensar críticamente con mis estudiantes. Para eso me formé. Pero los planos se confunden: “No quiero morir” no es lo mismo que decir “quiero vivir”. Y “sobrevivir” no es lo mismo que “educar para la vida”. Así de profunda es la crisis del modelo con el que nos educamos, y todavía hoy enseñamos.
Lo que vivimos parece incomprensible, pero no debería serlo. La epidemia es algo tangible: por las pérdidas, cercanas o directas, por la tristeza, por la apatía mezclada con estallidos de entusiasmo acerca del día después. Pero nos hemos adormecido, acostumbrado, embrutecido. ¿Lo puedo decir así? El embrutecimiento, aclaro, remite a la lentitud y a la testarudez. Debo ponerle nombre para poder buscarle una salida y para que no lo bastardeen como falta de conocimiento. Perder conocimientos parece tan terrible como perder vidas. Ojalá fuera ese el problema: perder contenidos. Lo grave es que nuestra imaginación está entumecida. ¿Cómo recuperar la sensibilidad colectiva? ¿Cómo reconocer lo que hemos aprendido, y hacer algo con eso?
¿Cómo ponerle palabras a esto? La responsabilidad de un docente es el compromiso de la coherencia entre lo que dice y hace, y eso es enseñar. La de una gestión, la de un gobierno, es la de fijar las políticas que organizan las tareas de sus educadores. Por ejemplo, podríamos decir: “salgamos del embrutecimiento”. A esa propuesta, de forma refleja, deberían seguir las formas de acción. Necesitamos consignas y planes. ¿Cómo intervenir? ¿Qué esperan que haga? ¿De verdad la consigna es solo “volver”? Volver a la escuela, ¿para qué? ¿A qué escuela? No a una que se parezca al escenario prepandémico. Porque todos somos —por ahora— sobrevivientes. Y si logramos salir de esto, la tarea se resume en una pregunta: ¿cómo queremos vivir?
El embotamiento dificulta la tarea y la negación de la profunda crisis educativa refuerza el problema. ¿Cómo educar para que a pesar de la convivencia con el miedo y más de cien mil muertos por COVID- 19 seamos capaces de imaginar un mundo sin pandemia y, a la vez, un mundo que no se parezca al que habitábamos antes de ella. Porque si no, estaremos reforzando sus efectos.
Escribo, me leo, y me doy cuenta de que es una idea que peca de una excesiva ingenuidad. Pero en un contexto apocalíptico, la ingenuidad puede ser revolucionaria. Por eso no podemos malversarla, ni perderla. Porque corremos el riesgo de naturalizar este estado de cosas, de aceptar el embrutecimiento. Quiero enseñar la rebeldía, aunque ese mundo no será para nosotros. Invertir la lógica instantánea en la que parece transcurrir la realidad.
Tengo ante mí rostros a los que el barbijo parte por la mitad, pares de ojos que me miran y piden una respuesta que no puedo dar.
En 2020 hicimos de todo para mantener el vínculo pedagógico. Hoy somos expertos improvisados en resolver contingencias. Damos clases como el náufrago que achica el agua de un barco que se hunde, porque nadie nos preparó para esto. Hay varias generaciones de docentes que esta crisis agotó y que se formaron para dar clases en un mundo que ya no será. ¿Para qué escenario preparamos a nuestros futuros docentes? ¿Qué preguntas instalamos que organicen, no la semana que viene, sino el futuro? Algo no ha cambiado: la tarea principal de un profesor es la de proponerles un futuro a sus estudiantes y aprender con ellos las formas de realizarlo. Por eso no entiendo cómo casi no se escucha, no se ve, no se lee esa cuestión. Y si no entiendo, no puedo trabajar bien. Me embrutezco.
Perdimos un tiempo enorme el año pasado y lo seguimos haciendo ahora, con peleas acerca del regreso a las clases presenciales y sus modalidades, pensamos muchísimo menos para qué. Yo voy a la escuela porque mi hija menor cursa y mis estudiantes también, y algo básico de la docencia es no pedirles a los estudiantes aquello que nosotros no somos capaces ni estamos dispuestos a hacer. “Educar con el ejemplo”, perdón si suena añejo.
Les imponemos a las generaciones del futuro un riesgo sin proponerles un sentido. Solo es explicable porque esta presencialidad ha sido hija del “como si”, de la limitación para pensar. Nadie ha dicho: “esto es cuestión de vida o muerte”, o “las escuelas serán espacios para cuidar la vida” y cuidar la vida significa esto y no lo otro (y hay que definir “esto o lo otro”, y eso es política).
Entiendo que el año pasado hayamos hecho como si. Pero tanto tiempo después, es imperdonable. ¿O hay discusiones y yo no las entiendo, embrutecido también? Me cuesta entender toda esta jerga pedagógico–política que la pandemia ha alumbrado. Tan lejos de las escuelas, tan cerca de los lugares donde se descargan rayos o bajan consignas sobre ellas. ¿Seré yo que, encerrado, no lo escucho? ¿O es que, preocupados por sobrevivir, no hay dirigentes, intelectuales, que lo estén pensando, proponiendo? ¿De verdad la salida será individual?
No entiendo que hayamos regalado el pensamiento del futuro. No acepto que esta catástrofe educativa se procese con las herramientas cortoplacistas de una elección o el clima que instalan los titulares de los diarios. No lo tolero no solo porque es inmoral, sino porque enseñar es lo opuesto a la política tuitera. Enseñar demanda tiempo. Discutir la educación es discutir el futuro. No es retórico: ¿cuántos años de su vida pasan escolarizados aquellos que pueden hacerlo?
Pienso en la imaginación de un país de aquí a cuatro, cinco décadas. La pandemia ha roto las dos dimensiones básicas que organizan la vida histórica: el tiempo y el espacio. El “como si” potencia esa aparente interrupción de la normalidad. La intemperie es más inclemente, el privilegio es más exclusivo, la precariedad más precaria. La muerte, una certeza para todos, mucho más cercana y menos “natural”. La injusticia del mundo se ha vuelto más evidente y descarnada. ¿Regalamos la bandera del futuro? Aún en la pandemia, sobre todo por eso, deberíamos estar discutiendo qué sociedad queremos, y no solamente los modos para evitar contagiarnos o morir.
Requiere mucha entereza saber esto y convocar a los más chicos a la imaginación. Cuidarlos mientras aprenden. No se trata de ocultar la realidad, sino de hacer prevalecer la esperanza sin negarla. Se trata de que el embotamiento no nos paralice y facilite el dominio del miedo sobre nosotros. Si lo que estaba mal se revela en trazos más gruesos, ¿no podríamos favorecer que la posibilidad apareciera de igual manera? El miedo y la esperanza son motores de grandes cambios. Eso es lo que está en juego: qué combustible alimentará nuestro fuego.
En la esencia de nuestro trabajo está la recuperación de la palabra y la construcción de un horizonte, no la mera supervivencia. Pero el trabajo es arduo, porque la pandemia ha potenciado situaciones de exclusión y explotación que parecen estructurales. Por eso no se entiende bien que esas cosas no estén en una clara discusión acerca del futuro. La imaginación de un mundo menos desigual es el mínimo sentido que se le podría encontrar a la pérdida de decenas de miles de personas volatilizadas en los fuegos de una sociedad a la que ya no le importaban antes de que el virus nos enseñara, aparentemente, a valorar la vida.
En el planteo de esas cuestiones, en la propuesta de imaginar alternativas y salidas sin temor al endurecimiento de las categorías para pensarlas son necesarios los docentes. En esa brecha.
Publicado originalmente en Revista Anfibia: http://www.revistaanfibia.com/ensayo/alguna-vez-pateaste-hormiguero/
“¿Qué es, después de todo, un sistema de enseñanza, sino una ritualización del habla; sino una cualificación y fijación de las funciones para los sujetos que hablan; sino la constitución de un grupo doctrinal cuando menos difuso; sino una distribución y una adecuación del discurso con sus poderes y saberes?” (Michel Foucault, El orden del discurso)
«Señalé la forma en que las paredes se han vuelto permeables a muchas variedades de radiación, desde e-mails y faxes, hasta teléfonos y señales de televisión, y sugería la idea de que la privacidad quedaba puesta en duda, que la diferencia, otrora delimitada por un umbral, se había enturbiado». (Iván Illich, Los ríos al norte del futuro)
Quienes ejercemos la docencia entendemos que en el aula hay en juego mucho más que la pura transmisión de conocimientos. De hecho, para que algo del orden de la transmisión acontezca, es fundamental que, como condición previa, se pongan en circulación otros factores que necesariamente tienen que ver con la afectividad. Toda pedagogía supone una erótica. No hay transmisión sin hospitalidad, no hay aprendizajes sin la alegría del simposio.
Tradicionalmente, en la formación de docentes, el componente afectivo (pasiones, emociones, sentimientos) se intentó regular y conjurar hasta quedar supeditado a su contraparte ancestral: la razón, que debía primar en el aula. La perspectiva de la afectividad no fue prioritaria en los planes de estudio ni en los diseños curriculares de la Escuela Moderna. El foco recayó sobre los aspectos conceptuales y metodológicos por encima de los actitudinales.
Desde hace algún tiempo asistimos a una restitución de lo emocional en el ámbito educativo, muestra de ello es que uno de los cinco ejes que estructuran la propuesta de Educación Sexual Integral que se desprende de la Ley 26.150 se titule: “Valorar la afectividad” y aborde justamente la dimensión afectiva en la enseñanza de la ESI.
Si bien esta revalorización de los afectos es interesante por cuanto quiere hacerse cargo de un componente históricamente invisibilizado, no deja de ser problemática. Al mismo tiempo que desde algunas propuestas y lineamientos curriculares se intenta reponer la afectividad en el aula, Eros resulta fuertemente cuestionado por una cultura de la cancelación que no deja de ejercer, redes mediante, una cruzada inquisitorial y moralizante. En este sentido cabe preguntarse: ¿qué modo de lo afectivo es constitutivo de los vínculos pedagógicos? ¿De qué índole son los afectos que circularían por las aulas? ¿Cómo se piensa la afectividad escolar? ¿Qué lugar tiene lo emocional en la educación en general? ¿Qué rol cumplen las emociones y los sentimientos en el aprendizaje?
La reciente viralización de una grabación en modo “cámara oculta”, realizada durante una clase de Historia por un estudiante de nivel secundario, en plena irrupción de indignación por parte de la docente a cargo, al considerar infundadas las opiniones políticas de sus alumnos (grabación convertida inmediatamente en material condenatorio para que esta docente fuese arrojada a la hoguera mediática), complejizan los interrogantes formulados.
En principio estas preguntas tendrían que ver con una cuestión de ética profesional: la de las articulaciones entre la docencia, la política y la afectividad. ¿Qué hacer en el campo escolar con los saberes “ilegítimos” que acontecen por fuera de los contenidos hegemónicos de un currículum? ¿Cómo debería actuar un docente ante la emergencia de la política en el aula? ¿Qué debería hacer con los aspectos afectivos que esta emergencia inevitablemente desata, tanto en sí mismo como en sus estudiantes? Porque la irrupción de la política en el aula genera la irrupción de lo afectivo. No hay política sin apasionamiento. Lo afectivo tiene un lugar primario en toda construcción discursiva de lo social. Ya lo sabía Freud: el vínculo social es un vínculo libidinal. No es posible (ni deseable) eludir en las aulas el carácter político y sexuado de la existencia.
Pero la complejización hoy está dada también por otro elemento disruptivo que se agrega incidiendo incluso en los modos de constitución de las subjetividades y en las condiciones de construcción de lo real: el de las tecnologías de la información y comunicación filtrándose a través de los muros del aula y desdibujando todo umbral, borrando la diferencia entre el adentro y el afuera. ¿Cómo se reformulan hoy los vínculos entre la escuela y el afuera a partir de la digitalización de la vida? ¿Cómo nos posicionamos los docentes frente a las nuevas formas de panoptismo digital? ¿Cómo se reconfigura lo afectivo de los sujetos en tanto mediatizado por las redes sociales y los medios de comunicación?
En el pasaje de las sociedades disciplinarias a las sociedades de control, ante la destitución de la escuela como institución disciplinaria del estado-nación, pareciera que lo afectivo que emerge es la indignación y como correlato suyo, la violencia. Indignación de una docente que de manera poco socrática grita impotente a sus alumnos al verlos incapaces de un pensamiento emancipado; violencia de unos estudiantes que sin consentimiento filman y difunden la escena, posibilitando el linchamiento de esta profesora a manos de los aparatos mediáticos inoculadores de odio. ¿Acaso la forma de interacción predominante hoy en las aulas sea la agresión y el afecto escolar preponderante sea la indignación? ¿Cómo reconvertir y sublimar la indignación como rabia impotente que se consume a sí misma en una pasión política que apueste a la transformación colectiva?
En contra de las pretensiones de la derecha neoliberal y del reduccionismo epistemológico que proponen las neurociencias, ni la dimensión afectiva puede ser rebajada a “gestión emocional” o coaching, ni la dimensión política puede estar ausente del aula. Tanto la afectividad como la política se resisten a ser pensadas desde el vaciamiento de contenido que pretende reducirlas a meras fórmulas, técnicas depuradoras del conflicto inherente a toda relación con otros.
Tampoco la incidencia de los dispositivos digitales sobre la configuración de las subjetividades y de los vínculos puede ser desestimada. La irrupción de estas tecnologías insta a pensar de qué otro modo que como dispositivos de disciplinamiento y control sobre los cuerpos, de qué otra manera que como productoras de discursos portadores de una verdad algorítmica, podrían ingresar las tecnologías digitales al aula y a la vida.
Tenemos por delante indagar de qué manera estas disrupciones emergentes en las aulas de la pospandemia podrían funcionar como potenciadoras de los aprendizajes y de los vínculos, cómo la cuestión de la afectividad en la educación podría reingresar a la escena de maneras no despolitizadoras, sino por el contrario, reinstalando como un aspecto central de nuestras pedagogías, los interrogantes éticos y políticos de la enseñanza.
El zorro y el erizo es una publicación digital del Programa de Contenidos Transversales Acreditables de Grado de la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario que busca acoger las voces de nuestra comunidad académica, comprometidas con los debates contemporáneos y la reflexión crítica sobre lo urgente y lo inactual. El nombre elegido remite a uno de los libros del pensador letón Isaiah Berlin (1909-1997), cuya obra dispersa y múltiple, cual las astucias del zorro, contrasta con la noble figura del erizo, signada por la sistematicidad y la centralización. Berlin abordó, entre otros temas, la libertad, la contrailustración y las relaciones entre ética y política.
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