“Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado” (Declaración de los Derechos Humanos, art. 13)
“Aporofobia: fobia a personas pobres o desfavorecidas” (RAE)
¿Por qué una población acepta ser encerrada tras un muro, creyendo que encierra a otros?
Cuando el 9 de noviembre de 1989 el mundo entero festejaba la caída del muro de Berlín, en el mapa político mundial se contaban 15 vallas “fronterizas” en pie. Hoy suman más de 70 (varios de estos muros son “virtuales”). (1)
Trataré de responder la pregunta de arriba a partir de un trabajo realizado sobre tres muros que considero emblemas del mal radical: el que el reino de Marruecos mantiene en el territorio del Sáhara Occidental (1980), el que Estados Unidos erigió en la frontera con México (1990), y los que el Estado de Israel detenta en la tierra Palestina dividida: Cisjordania y Gaza (2002). Parte de los resultados de dicho trabajo puede verse en la exposición virtual “Mexicanos, palestinos y saharauis: del mismo lado de muros diferentes”. (2) En un texto esclarecedor, Damien Simmoneau describe el teatro del consenso, que parafraseo aquí: (3)
Primer acto: un grupo que ve amenazados sus privilegios determina que la entrada libre por la frontera de su país es un “problema político”, haciendo que un asunto privado se considere público.
Segundo acto: Al decir que ese “problema político” amenaza a todos los habitantes, exigen “protección” por parte del gobierno ante los medios de comunicación (que comparten sus intereses) y el poder judicial.
Tercer acto: El Estado se ve obligado a “obedecer” los intereses privados de ese grupo como si fuesen de toda la población.
Fin: Los gobernantes construyen un muro con el material que el Estado compra (con dinero público) a las empresas (privadas), propiedad de esos pocos que inventaron el “problema político”.
En realidad, el dispositivo llamado, con mayúsculas, El Muro, excede los muros físicos, pues despliega un sofisticado aparato de “seguridad” compuesto por torres de vigilancia, cámaras, sensores, satélites, drones, además de los vehículos, la industria de armas, cemento y metales cuyo fin es impedir la movilidad de grandes grupos sociales empobrecidos por el mismo sistema que protege a quienes se enriquecen a costas del miedo de la población. La alta tecnología, al servicio del espionaje, es parte medular del aspecto virtual de los muros: se trata de una vigilancia “virtual” cuyos efectos reales son letales.
Como es sabido, la industria militar es uno de los principales motores del capitalismo transnacional y, en el caso de la economía israelí, se nutre de una relación carnal entre los ámbitos civil y militar de la sociedad. La industria cívico-militar israelí, liderada por altos mandos retirados del ejército que promueven las ventas paralelamente —por las vías oficial y extraoficial—, vende al mundo entero (militares y paramilitares, sin distinguir ideologías políticas) armas “probadas” periódicamente en la Franja de Gaza. Si en algunos casos (Palestina o el Sáhara Occidental) El Muro se manifiesta como vallas de anexión de territorios, en el caso de nuestro continente tiene por función detener la búsqueda de refugio de poblaciones del sur global empobrecidas por la misma economía que los muros pretenden defender. El odio a los empobrecidos (a quienes propongo liberar del epíteto esencialista “pobre”) es el motor de un sistema que oculta su coprofagia. Tal vez esta palabra ayude a romper el consenso suicida que lo sostiene.
Si inicié este texto preguntando por qué una población acepta ser encerrada tras un muro, creyendo que encierra a otros (y respondí con el “teatro del consenso”), quisiera terminarlo señalando algunas brechas en el encierro: no toda la población se deja manipular por el miedo al otro. Los valientes desobedientes se organizan de múltiples maneras para burlar la hegemonía del Muro y empiezan cuestionando a una cultura que lucra al promover la vergüenza de lo más humano: la vulnerabilidad. El primer gesto contrahegemónico de vulner(h)abilidad (4) consiste en organizarse con otros, para desmontar la temida amenaza, expresando públicamente simpatía y solidaridad con los excluidos. Al escuchar el reclamo de justicia de los vulnerados por el sistema, se activa el segundo gesto contrahegemónico, que consiste en hacer uso de sus privilegios para defender los derechos confiscados a los excluidos. Mostrar públicamente la humanidad del otro es una afrenta que el pacto público-privado del miedo no acepta: hacerlo para perforar las leyes no es fácil. Quienes se arriesgan a desobedecer saben que ningún castigo se compara con la potencia de diseminación de esperanza que cada acto, por pequeño que sea, tiene hacia el porvenir. De ambos lados de los tres muros, los desobedientes asumen el “no matarás” como compromiso debido con la vida digna del otro. Porque no les basta con resistir, hacen de cada acto de desobediencia una apuesta por la rexistencia, esto es, por la afirmación de la vida digna. Son innumerables y tan diferentes entre sí los actos y las iniciativas que no cabrían en este espacio y por ello invito a recorrer el catálogo de la exposición que mencioné al principio.
Cuando se desobedecen las leyes injustas en nombre de la justicia del otro se invoca la rexistencia. Sin conocer el neologismo, Levinas supo describirla de una manera cabal: (5)
Para lo poco de humanidad que adorna la tierra es necesario un aflojamiento de la esencia en segundo grado: en la guerra justa declarada a la guerra, temblar e incluso estremecerse en todo instante por causa de la misma justicia. Es necesaria esta debilidad. Es necesario este aflojamiento sin cobardía de la virilidad por lo poco de crueldad que nuestras manos repudiarán.
(1) Cf. El mapa interactivo de Vallet, Guillarmou y Barry , publicado en The Economist, enero 2016 http://infographics.economist.com/2015/fences/?utm_content=bufferd7800&utm_medium=social&utm_source=bufferapp.com&utm_campaign=buffer
(2) La exposición, curada por el Proyecto de la UNAM “Heteronomías de la justicia: territorialidades nómadas” y el Museo Nacional de las Culturas del Mundo INAH puede visitarse en https://bit.ly/3aHO01O
(3) Simonneau, Damien, « Dans la fabrique politique du mur israélien », en COREDEM, (Dé)passer la frontière, Collection Passerelle, Nro, 19, 03/2019, pp. 95-102 https://www.coredem.info/IMG/pdf/_de_passer_la_frontiere-2.pdf
(4) Desarrollé este agenciamiento de la vulnerabilidad en términos de rexistencia en “Vulner(h)habilidades cosmopolíticas: polinizando a Levinas en América Latina”. Revista Motricidades https://www.readcube.com/articles/10.29181%2F2594-6463.2020.v4.n1.p27-35
(5) Levinas, Emmanuel, De otro modo que ser o más allá de la esencia, Sígueme, Salamanca, 1987, pp. 266-267
Mientras asistimos a una nueva escalada de violencia en Medio Oriente, es imposible no tener en mente que el 15 de mayo de 2021 se cumplieron 73 años de la creación del Estado de Israel y de la Nakba o “catástrofe” palestina. Este acontecimiento, celebrado por algunos y lamentado por otros hasta hoy, es el germen del estado de cosas en la región y por ello el necesario punto de partida para comprender la situación actual.
Ya unos años antes de ese 15 de mayo de 1948, el sionismo promovió la inmigración a Palestina con la intención de constituir allí un Estado con mayoría judía. En busca de legitimar tal proyecto colonial, desde un primer momento se procuró “indigenizar” a los primeros inmigrantes, marginando a la población nativa histórica. Utilizando la geografía para reforzar el etno-nacionalismo, a las nuevas generaciones se les enseñó a verse como los dueños legítimos de la tierra, sus recursos y pobladores, así como a aumentar la dominación judía y su expansión.
Para concretar este plan, desde el comienzo la expulsión de la población originaria fue central y años antes de que se desatara la primera guerra entre árabes y judíos, 300.000 nativos fueron desterrados con la complicidad del entonces poder colonial británico. Luego de la guerra, 450.000 más fueron expulsados a los países vecinos donde aún viven como refugiados, otros fueron desplazados internos y unos pocos lograron quedarse en el ahora Estado de Israel, convirtiéndose en una minoría de la que siempre se desconfía y a la que se margina. Conocidos como los palestinos del 48, son el 20% de la población israelí y viven en ciudades “mixtas” como Haifa, Nazaret o Yafa. El resto de la población palestina quedó del otro lado de la denominada línea verde, bajo administración de Jordania y Egipto que gobernaron Cisjordania-Jerusalén Oriental y Gaza respectivamente. En junio de 1967, tras el triunfo israelí en la Guerra de los Seis Días, este Estado ocupó militarmente los tres territorios mencionados, extendiendo su proyecto colonial a base de expulsiones, detenciones arbitrarias, matanzas e instalación de colonias ilegales: la colonización nunca se detuvo.
Israel buscó no sólo sostener su supremacía militar en la región sino también, como todo proyecto colonial, presentarse como una población superior y más civilizada. La identificación de los palestinos como una plebe primitiva y violenta contrapuesta a la sofisticada, culta y europea sociedad israelí abona este sentimiento de superioridad, a la vez que refuerza el lazo inequívoco con su origen europeo y el aval estadounidense. A fin de cuentas, son estos Estados los que financian la política militar israelí. De ahí la inmanencia del discurso de seguridad, que habilita a su vez las prácticas de opresión, discriminación y asesinato transformándolas en prácticas de defensa y venganza.
En diciembre de 1987 los ojos del mundo se posaron por primera vez en la realidad palestina y la desigual correlación de fuerzas. Ante la simpatía internacional que despertaban los niños que tiraban piedras a los tanques, la sustitución del movimiento social de base por una dirigencia servil fue un paso necesario para la despolitización de la población palestina y la continuidad de la ocupación. Así, la Intifada, un levantamiento popular y transversal contra la ocupación, luego de unos años decantó en los Acuerdos de Oslo entre la Organización para la Liberación de Palestina y el Estado de Israel. La flamante Autoridad Palestina se ocupó desde entonces de administrar la ocupación israelí del otro lado de la “línea verde” asfixiando a las nuevas generaciones y manteniendo el statu quo.
En este contexto, la expulsión de los habitantes de Sheij Jarrah es tan sólo un microcosmos de un estado de cosas instalado hace poco más de 70 años, de la Nakba continua que aún busca fragmentar, dispersar y oprimir a la población palestina para borrar todo rastro de su identidad a través de expulsiones, desplazamientos forzados, matanzas y la imposición de un sistema de apartheid. Todos estos esfuerzos han tenido un costo muy alto para colonizadores y colonizados y no hicieron más que reforzar la desigualdad intrínseca que divide a opresores de oprimidos.
Al tiempo que escribo estas líneas los enfrentamientos y ataques en todo el territorio de la Palestina histórica se intensifican y seguramente en los próximos días la violencia continuará escalando, pero no habrá guerra. Para que haya guerra se necesitan dos partes iguales; para que haya paz, también.
Publicado en Página 12, 13/05/2021
El zorro y el erizo es una publicación digital del Programa de Contenidos Transversales Acreditables de Grado de la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario que busca acoger las voces de nuestra comunidad académica, comprometidas con los debates contemporáneos y la reflexión crítica sobre lo urgente y lo inactual. El nombre elegido remite a uno de los libros del pensador letón Isaiah Berlin (1909-1997), cuya obra dispersa y múltiple, cual las astucias del zorro, contrasta con la noble figura del erizo, signada por la sistematicidad y la centralización. Berlin abordó, entre otros temas, la libertad, la contrailustración y las relaciones entre ética y política.
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