Gaza: Sobre sionismo, judaísmo, racismo y barbarie
Ariel Feldman
Licenciado en Filosofía,
fotógrafo y cineasta.
Nací en Israel hace 44 años, soy judío, y hace más de tres décadas vivo en la Argentina. Desde entonces visité varias veces el Estado de Israel, anduve por ciudades y pueblos árabes, conversé con los denominados árabes israelíes (palestinos que quedaron dentro de las fronteras israelíes luego de la guerra que siguió a la autoproclamación del Estado de Israel en 1948), crucé los check points y recorrí los territorios ocupados. En especial caminé Hebrón más de una vez —una de las ciudades palestinas con fuerte presencia militar y de colonos israelíes— y conversé con familias y jóvenes palestinos residentes ahí. No tuve la suerte de conocer Gaza. Para alguien con nacionalidad israelí es prácticamente imposible hacerlo desde hace 16 años.
Este dato biográfico no pretende que mis palabras valgan más que otras gracias a una autoridad que no siento, pero sí intentan inhibir falacias ad hominem que suelen esgrimirse contra quienes critican al Estado de Israel. Ya sea en este contexto particular del terrible ataque a civiles por parte de Hamas seguido de la represalia inhumana contra la población gazatí, ya sea en cualquier otro momento histórico del debate, se aduce que una posición antisionista se basa en una falta de sensibilidad y carencia de empatía frente al padecimiento del «pueblo judío», sea señalando en el interlocutor un supuesto antisemitismo o posición «ideologizada» o argumentando un desconocimiento del territorio y su complejidad. Un conjunto de afirmaciones que evitan responder argumentos y que pretenden, en cambio, cancelar la discusión anulando al interlocutor.
Foto: Ariel Feldman
Para poder hacer una lectura sobre el conflicto entre Palestina e Israel y la actual coyuntura es necesario en primer lugar desarmar dos falacias nodales que voy a ilustrar a partir de una argumentación que está circulando entre aquellos que exigen una defensa del Estado de Israel. El argumento propondría este falso silogismo: ser humanista, progresista o de izquierda implica estar contra el racismo; el antisemitismo es sin duda una forma de racismo; ergo, culpar a los israelíes por su propio asesinato es antisemita. Este argumento u otros similares que apelan a la sensibilidad y empatía con las víctimas del ataque de Hamas se viene utilizando sin excepción para exigir empatía con el Estado de Israel y ser sensible hacia su posición en el conflicto. Hay que develar ese artilugio y no permitir lo que no es más que una extorsión argumentativa.
Sionismo y judaísmo son sencillamente dos cosas distintas, y por lo tanto el antisemitismo y el antisionismo también lo son. El sionismo es una ideología política nacionalista con menos de doscientos años de existencia, mientras el judaísmo es una religión, una cultura para algunos, una nación, una comunidad para otros, que data de varios siglos de existencia ya antes de la era cristiana. El vínculo entre uno y otro, sin embargo, es innegable. El sionismo es una corriente ideológico-política surgida y pensada como solución y salvaguarda para el perseguido pueblo judío, que logró establecer un Estado autoproclamado judío en Palestina en 1948. A pesar de ello, el sionismo no deja de ser una corriente, una parcialidad, como lo es el integrismo islámico teocrático frente al Islam o una secta cristiana para el cristianismo. Es verdad que el sionismo es hegemónico entre los judíos, y explicar por qué pasa esto excede los objetivos de este texto. Sin embargo, el hecho de que sea hegemónico es central: la hegemonía implica que aquello que la ejerce (la ideología sionista) es una entidad distinta que aquello sobre lo cual ejerce su dominación ideológica o política (el judaísmo, en este caso). También implica que toda dominación es circunstancial, es histórica, no esencial. La falsa identificación y consiguiente confusión de uno y otro es una estratagema ideológica del sionismo para que el capital simbólico y las atrocidades cometidas durante milenios contra el pueblo judío se trasladen como prerrogativas al Estado de Israel y, cada vez que se critica las políticas sionistas de Israel, poder decir que estamos ante una posición antisemita. Así, en el culpable y culposo Occidente por las atrocidades que sufrieron los judíos en esas longitudes y latitudes, se genera una suerte de intangibilidad a la critica por el hecho de que Israel encarnaría el espíritu y salvaguarda de todos los judíos, los perseguidos y exterminados en los campos de concentración nazis, así como representaría a sus sobrevivientes y descendientes, fuera y dentro de Israel.
Foto: Ariel Feldman
En estos días en Alemania se horrorizan con razón de que aparezcan casas donde viven judíos marcadas con estrellas de David. Es verdad, la aparición de actos antisemitas en diferentes partes del mundo luego de producidos los ataques de Israel a civiles palestinos es una constante. Sin duda el antisemitismo no desapareció con la caída del regimen nazi, y por supuesto es muy anterior a la fundación del Estado de Israel. Sin duda las atrocidades que comete el Ejercito israelí y los colonos son aprovechadas por personas y grupos que no tienen ninguna sensibilidad por el pueblo palestino. Sin embargo, la mencionada confusión intencional entre sionismo y judaísmo llevada adelante por Israel y sus defensores es un componente esencial para entender el fenómeno antisemita en la actualidad.
No hay que ser brillante para darse cuenta de que si se atribuye al «judaísmo» el colonialismo, la opresión y los crímenes de guerra que comete un Estado contra un pueblo prácticamente indefenso, traerá aparejado el desarrollo de un antisemitismo sui generis. Lo escandaloso es comprobar una y otra vez que a las organizaciones de la comunidad judía en la diáspora, financiadas y alineadas con el sionismo israelí, y a muchos de sus intelectuales, no les preocupa en absoluto el crecimiento potencial del antisemitismo sino la defensa de actos y políticas indefendibles que lleva adelante el Estado de Israel. Escandaloso es que sólo nos preocupemos por las casas judías marcadas y no por leyes que prohíben ondear la bandera palestina (no la de Hamas, sino la nacional palestina) y reprimir manifestaciones pacíficas que denuncian el castigo colectivo al pueblo gazatí.
Foto: Ariel Feldman
Foto: Ariel Feldman
Para combatir la semilla del prejuicio y odio al pueblo judío —que existe— el camino no es amparar actos criminales aduciendo que criticarlos es antisemita. Por el contrario, debemos repetir una y otra vez que el Estado de Israel hace lo que hace en tanto que sionista, no en tanto que judío. E insistir en los valores humanistas, en la propia experiencia del sufrimiento, de resistencia frente a la crueldad, de amor por la palabra y la reflexión que distingue tajantemente al judaísmo del sionismo.
El supuesto silogismo quedó muy arriba, pero recordemos que además de la confusión de sionismo y judaísmo, operaba sobre la nocion de víctima. Podemos reponerlo y ampliarlo del siguiente modo: si condenamos la matanza de víctimas civiles israelíes (por supuesto que lo hacemos) y creemos que una persona que está en una fiesta cerca de la franja de Gaza es una víctima inocente, uno debería derivar sin más que el Estado de Israel está siendo víctima en el conflicto y que, por tanto, señalar su responsabilidad primaria en el ataque de Hamas sería análogo a tratar de responsabilizar a una víctima de lo que le hace su victimario.
A pesar del efecto argumentativo derivado del dolor por los muertos de civiles israelíes, el razonamiento contiene un pase de magia lógico bastante transparente. Sirve para neutralizar extorsivamente por sensibilidad un debate, pero no aporta a tratar realmente de desentrañar qué está pasando en el conflicto. El argumento en cuestión toma la parte por el todo (ciudadanos por Estado). Los muertos y secuestrados civiles son víctimas inocentes, sin duda; pero eso no hace inocente al Estado de Israel. Este movimiento, que toma la parte por el todo, produce a su vez el aislamiento de un hecho atroz y condenable de sus condiciones históricas, materiales y políticas de existencia. Es necesario poder condenar el ataque de Hamas a la vez que se explica cómo las políticas israelíes son condiciones necesarias para que los actos de resistencia del pueblo palestino se vuelvan desesperados y cruentos.
Los atentados a civiles por parte de la resistencia palestina comenzaron a principios de los años setenta, más de veinte años después de la fundación del Estado de Israel. El despojo palestino y limpieza étnica por parte de las organizaciones sionistas y luego por parte del Estado de Israel comenzaron décadas antes de la expansión colonial que significó en 1967 la Guerra de los Seis Días. Pero los atentados a civiles israelíes solo comenzaron a ser una práctica de la resistencia palestina a partir de la ocupación de Cisjordania y de Gaza, hecho que consolidó el colonialismo israelí y le dio una realidad particularmente cruenta en esos territorios: una minoría ocupante que se atribuyó el derecho de gobernar a una población nativa y mayoritaria, juzgarla, administrarla, encarcelarla, bombardearla, invadirla progresivamente con colonos, despojarla de sus tierras, humillarla, destruir cualquier posibilidad de desarrollo económico, de infraestructura, de futuro.
Israel domina Cisjordania por medio de un sistema colonial de apartheid condenado por la Organización de Naciones Unidas que produce la fragmentación del territorio y la obstrucción de la libre movilidad, impulsa la intrusión de colonos, administra militarmente el territorio, asesina y convalida progroms por parte de los colonos custodiados por el Ejército regular, produce continuas muertes de jóvenes en acciones represivas. Gaza lleva 16 años bloqueada a todo nivel, y ese bloqueo se radicaliza al sitiarla y bombardearla, estableciendo cortes de suministros esenciales de forma periódica según lo considere necesario su ocupante militar.
El castigo colectivo a la población civil, condenado como crimen de guerra por el concierto internacional, es una práctica esencial y frecuente en el procedimiento colonial israelí. Un filósofo hebreo, Yeshayahu Leibowitz, días después de la ocupación de dichos territorios en 1967, aseguró que Israel debía retirarse de ellos ya que a las naciones que ejercen un poder colonial se les pudre progresivamente el alma. Justificar una colonización solo se logra reforzando una ideología supremacista y consiguientemente deshumanizando al pueblo colonizado. En el año 2007 estuve en Israel en el aniversario 40 de la ocupación y participé en la capital israelí, Tel Aviv, de una manifestación contra la política colonial de Israel en esa efeméride significativa por las cuatro décadas redondas. Éramos menos de 200 personas. El alma de la sociedad Israelí no ha dejado de pudrirse. Pude registrar viaje tras viaje el racismo creciente y transversal de los israelíes para referirse a los palestinos. No los llamaron «animales humanos» ahora tras el ataque de Hamas. Los vienen llamando así, en las calles, hace décadas, y los vienen tratando como tales.
Quienes hayan visitado a lo largo de los años Israel pueden coincidir, sea cual sea su posición ante el conflicto, en algo que podríamos denominar «dialéctica de seguridad y sensibilidad». Cuanto mayor es la sensación de seguridad de la sociedad israelí, gracias a una neutralización casi absoluta de la capacidad de daño de los palestinos por obra y gracia de su infraestructura de «defensa» (muro separador, aparato de inteligencia, el domo de hierro que frena los débiles cohetes palestinos, asesinatos «selectivos», diplomacia y colaboración colonial de la Autoridad Palestina en Cisjordania, etc.), menor es la atención que la sociedad israelí le presta a la situación de los palestinos, menor la empatía, menor la presión de la sociedad Israelí a su gobierno para encontrar una solución al conflicto.
Tampoco hay sensibilidad con el pueblo palestino, hay que decirlo, del resto de los gobiernos árabes, que fueron normalizando las relaciones de sus Estados con el de Israel a pesar de que la situación del pueblo palestino solo se ha agravado a lo largo de los años. No parece descabellado que en esta dialéctica los palestinos piensen que el daño a los israelíes es la única posibilidad para no ser invisibilizados en su desesperada situación.
Foto: Ariel Feldman
Y aquí creo que es necesario afirmar algo, por obvio que sea. No hay nada esencial, ontológico, intrínsecamente cruel o supremacista en los genes de ningún pueblo. Pero sí hay movimientos ideológicos y formas de organización política que terminan siéndolo. Las formaciones humanas son realidades históricas, y eso quiere decir que son los procesos históricos los que tallan, enaltecen o envilecen a los grupos sociales que las encarnan. Hamas es una organización político-militar que no existiría si no fuera por la inhumana y cada vez más cruel colonización sionista de Palestina. Esta es una verdad indiscutible.
Siquiera hace falta entrar a discutir la veracidad de las investigaciones históricas que señalan que el gobierno de Israel alentó activamente el surgimiento de Hamas para que confrontara a la OLP, y dividir al enemigo en bandos confrontados entre sí. Lo que es indudable es que hizo posible el crecimiento de la organización, centralmente minando de forma sistemática a la Autoridad Palestina y frustrando toda salida política al conflicto. El objetivo central fue, posiblemente, que se impusiese una vertiente particularmente violenta de la resistencia palestina que eclipsara la violencia colonial cada vez más evidente y el consiguiente fortalecimiento de la causa palestina en foros internacionales y la opinión pública.
Ninguna organización palestina en su historia hizo un acto semejante al del pasado sábado 7 de octubre. Solo se lo puede entender en un contexto de desesperación absoluta de los palestinos y su causa de liberación nacional. En los últimos tiempos, y bien antes del ataque de Hamas, las ya devastadoras políticas del Estado de Israel se vieron recrudecidas significativamente: continuos progroms sobre pueblos palestinos hechos por los colonos fanáticos en los territorios ocupados, aceleración del crecimientos de las colonias y expropiación de tierras, visitas militarizadas y rezos judíos en lugares sagrados para el Islam a modo de provocación, leyes y declaraciones oficiales supremacistas por parte del gobierno ultraderechista de Israel, asedio a Gaza, y ninguna intención de negociar el fin de la ocupación y una salida de autodeterminación del pueblo palestino. No está en carpeta.
A todo esto hay que sumar la escalofriante objetividad de los números. En los diarios podrán aparecer las historias de vida y familiares de los muertos israelíes y prácticamente ninguna historia que permita humanizar el sufrimiento y personalizar la muerte de los palestinos. Pero la única verdad es la realidad. La cantidad de muertos en el conflicto en los últimos 10 años, contabilizados por la organización de derechos humanos israelí B´Tslalem, da cuenta que lo que se vive entre Palestinos e israelíes no es una guerra sino simplemente una masacre. El 95% de los muertos son palestinos, y entre ellos, un alto porcentaje son niños. Tal vez el lector tiene otra sensación porque en la prensa occidental valen y se representan más unas muertes que otras… pero los números son los números.
Cuando estaba terminando la escuela en Argentina, aun con los recuerdos de mi infancia en un Kibutz bastante frescos, consideré ir a hacer la universidad a Israel. Aun «amaba a mi país», pero ya era crítico de la política del Estado de Israel. De modo que empecé a consultar a conocidos israelíes cómo podía hacer para ir a estudiar pero no hacer la Tzavá (servicio militar obligatorio de 3 años para hombres y mujeres). Había opciones, como empezar a estudiar y luego ser objetor de conciencia y negarme a hacer el ejercito. Pero un amigo israelí me dijo que no tenía sentido hacer eso, porque de ese modo nunca pertenecería realmente a Israel, porque el Ejercito era la columna vertebral afectiva y cultural del país.
Ahí entendí algo. Efectivamente el servicio militar constituye el rito de pasaje a la adultez y ciudadanía para los israelíes. Es el momento en que dejan la casa familiar y conocen a sus amigos de toda la vida, que volverán a ver cada vez que los convoque con cierta regularidad la reserva del Ejército. Esa conversación me sirvió para entender que, a diferencia de lo que sucede entre los palestinos y Hamas, la identificación de los israelíes con la política colonial de su Estado en armas tiene un aspecto bastante estructural. Exceptuando obviamente los árabes israelíes, ciudadanos israelíes exentos por cuestiones de salud, rabinos y los objetores de conciencia, prácticamente la totalidad de la sociedad israelí tiene una férrea educación militar y formación en la violencia armada. Hamas tiene, se dice, 20.000 combatientes. Menos del 1% de la población de Gaza.
Foto: Ariel Feldman
Soy un militante por una paz justa entre palestinos e israelíes. Sin embargo, me es imperioso desarmar y denunciar los discursos pseudopacifistas que no son más que una encarnación de la «teoría de los dos demonios», bien conocida por los argentinos. Hablar del «péndulo del terror», como hizo Jorge Drexler, es un ejemplo entre otros de la igualación reprobable e injusta de dos violencias diversas. La violencia palestina, aun en su forma más condenable, es un acto de resistencia. Decir eso no es romantizarla: es ser descriptivos; se trata de una violencia que se está resistiendo a otra cosa, a una violencia primera y originaria que inició y es la fuente cotidiana y continua de la violencia del conflicto. Esa violencia terrorífica originaria, que no es un péndulo, es la de la colonización.
La última vez que visité los territorios ocupados fue en 2016. Las fotos que acompañan este artículo son de mi visita a Hebrón. Sabiendo que era judío (mi nombre es Ariel, como el infame famoso Ariel Sharón), me abrieron sus casas, contaron sus historias, dejaron fotografiarse. La nena del retrato sobre pared de piedras sufrió un intento de asesinato por parte de colonos, los adolescentes en la terraza me contaban de sus futuros imposibles. Hebrón es una ciudad altamente disputada porque ahí se encuentra la Mezquita de Abraham, donde estarían las tumbas de los patriarcas que comparten religión judía y musulmana (en 1994, Goldstein, un sionista fundamentalista, entró a la mezquita y asesinó a 29 personas que estaban rezando e hirió a más de 100). En esta ciudad viven menos de mil colonos y más de doscientos mil palestinos. Las fotos de soldados y niños son de cuando presencié cómo el Ejército israelí custodiaba, como cada viernes, un provocador desfile de los colonos por las calles del mercado palestino de Hebrón para demostrarles que no solo dominan el barrio judío en el corazón de su ciudad, sino que la ciudad toda les pertenece.
En Gaza la realidad es radicalmente peor. Los palestinos de Cisjordania muchas veces se excusan de opinar sobre los métodos de Hamas en la Franja porque dicen que no pueden saber qué harían ellos bajo ese nivel de opresión. Si pensamos en el sistemático intento de deshumanización que implica el colonialismo israelí, que busca llevar a los palestinos a su mínima expresión, la perseverancia del pueblo palestino es sencillamente admirable. Gaza lleva 16 años de bloqueo terrestre, aéreo, marítimo, bombardeos constantes de población civil, cortes del suministro de agua, electricidad, combustibles y productos esenciales. Es ya habitual llamar a Gaza una cárcel a cielo abierto. Pero hay que agregar que es una cárcel en la que no se respetan los derechos humanos más básicos. Gaza es un gueto, y estamos presenciando en tiempo real y televisado el proceso de aniquilación de ese gueto y de su población. Los antepasados judíos, a quienes los nazis intentaron deshumanizar en los campos de concentración, las víctimas de los progroms en Europa del este, los dignísimos alzados del gueto de Varsovia, hoy se levantarían indignados frente al racista colonialismo del Estado de Israel y su genocidio en curso. Una vez más, no en nuestro nombre.
Texto publicado originalmente el 16-10-23 en Jacobin América Latina https://jacobinlat.com/
La balada del profesor Bertel
Federico Ferroggiaro, escritor
Este año volví a inscribirme en el seminario que dicta el profesor Bertel. Sí, no es la primera vez que me anoto y en esta oportunidad, al igual que en las anteriores, estoy seguro de que no asistiré ni siquiera a una de sus clases. No es mala voluntad de mi parte: creo que se trata de un conflicto que nos afecta a todos. Y a todas. Quiero decir, un problema que alcanza al conjunto del claustro estudiantil. Trataré de ser claro. No se debe al título y al programa de su seminario que, claramente, nadie recuerda cuál es; ni a los objetivos y a los temas que aborda. Entiendo que, como sucede por lo general con las leyendas, el alumnado prefiere abstenerse de la cursada y continuar alimentando sin fundamentos los múltiples relatos míticos ─contradictorios, opuestos, ambiguos entre sí─ que se cuentan sobre el docente. Un prurito absurdo, irracional si se quiere, porque su curso es acreditable en todas las carreras que se dictan en la universidad, lo que no es poca cosa si se piensa con detenimiento. Incluso en Medicina y en Ingeniería Industrial, disciplinas que no se hallan involucradas en los contenidos que conforman el supuesto expertise de Bertel. Más aún, con la aprobación de este seminario hubo quienes sumaron los créditos de medio doctorado. Se trata de excepciones, es indudable, porque pocos son los que soportan las rispideces del recorrido que propone esta materia electiva.
Aunque anualmente los inscriptos suman un par de centenares, la jefa de bedeles le reserva siempre un aula en la que caben diez o doce estudiantes sin mochilas y bastante apretujados. Pero no es la cuestión espacial, de infraestructura, la que ahuyenta a los asistentes. En absoluto. Yo he visto con estos mismos ojos con los que ahora miro la pava sobre la hornalla, a docentes que hasta han cortado la calle para dar las clases porque no les habían asignado un salón capaz de contener a sus numerosos estudiantes. De Bertel se sabe que jamás ha presentado una queja formal, ni siquiera una módica puteada, mascullada entre dientes, contra la jefa de bedeles. Otro punto a favor para Bertel: su estoicismo, su capacidad de resistir y de sobrevivir también en los contextos adversos, lo que suele considerarse una gran virtud en las instituciones universitarias del ámbito público.
Yo creo que lo esencial, digamos, el secreto de su éxito o de su fracaso, radica propiamente en las pocas clases que efectivamente dicta. Son pocas, pero son… “abren zanjas oscuras en el rostro más fiero”, escribo citando a Vallejo. Tratan de temas variados, diversos, a pesar de que siempre comienzan por mencionar algún punto enunciado en el programa. Lo que sucede es que Bertel se deja desviar por el brillo de una digresión, y entonces todo se desvirtúa. O adquiere su verdadero significado. Dicen que hablando de la concepción de Dios en el imaginario del Medioevo, puede disparar hacia una elaborada receta para preparar berenjenas al escabeche; o que tras citar unos versos de Borges, ocurre que empieza a explicar los efectos del enebro en contracturas leves, y así se esfuman las dos horas. Pasan volando, aseguran los más conspicuos seguidores del profesor, que forman una imprecisa elite dentro de la institución. Es un plomo, un payaso, un estafador, protestan aquellos más apegados a una concepción más tradicional de lo que debe ser la educación superior.
Si bien es cierto que la universidad no lo fomenta ni lo avala, el profesor Bertel destina los últimos minutos de sus clases a responder preguntas. Así, los asistentes han llegado a conocer cuál es la marca de su pisco favorito, la mejor manera de cocinar un sábalo fresco y la posición que elige regularmente para dormir si viaja en un colectivo de larga distancia. Otros, inadvertidos, lo han interrogado sobre cuestiones teóricas o acerca de los temas de alguna unidad, pero en esos casos, con patente disgusto del docente, han obtenido apenas monosílabos o evasivas, cuando no una airada censura por andar inquiriendo sobre cuestiones baladíes. Esto le ha generado problemas, por decirlo de algún modo. Intentaré explicitarlo con concisión.
Cierta runfla de estudiantes hipercríticos redactó una queja pública contra el profesor Bertel para entregar al decano. Sintéticamente, el texto manifestaba que Bertel era un inepto integral y que había que iniciarle un juicio académico y echarlo. Luego, los promotores de la movida se abocaron a reunir firmas y avales en el hall de entrada de la Facultad. Se asegura que en una distracción, el mismísimo agraviado rubricó al pie, con estridente caligrafía, la denigrante misiva que solicitaba su expulsión del cuerpo docente. Otros, arriesgan que lo hizo como abierto desafío a los ofensores. Lo cierto es que la carta llegó al despacho de la máxima autoridad, quien tomó todo a la risa, creyendo que se trataba de otra intrépida humorada de Bertel. Como podrá deducirse, la nota fue a enmohecerse en un cajón del escritorio y no siguió el curso natural que añoran recorrer las hojas que condensan la indignación de los estudiantes.
Pero volvamos a lo que nos interesa. Al iniciarse el seminario, la primera clase, normalmente la única concurrida, se reserva para la lectura del currículum de Bertel. No lo hace él en persona: uno de sus dos ayudantes, Pim o Grillo, se encarga de dicha tarea. Afortunadamente para el público, entre la copiosa lista de títulos de grado y posgrado, de ponencias realizadas en el país y en el extranjero, de tesis dirigidas, de cursos y conferencias dictadas, intercalan episodios biográficos, reales y ficticios, que no suelen formar parte de este género académico. Mencionan, por ejemplo, que ha integrado en su juventud la tripulación de “El Rayo” bajo las órdenes del Corsario Negro y conformado un comité de clasificación de personal dirigido por Adolf Eichmann, chascarrillo este que disgusta a gran parte de los presentes. De todos modos, Pim y Grillo se desternillan de la risa y compiten, año tras año, para superarse en el calibre de las ocurrencias. Si bien la mayoría de ellas son estúpidas e inverosímiles, los estudiantes suelen escucharlos hasta el final con una sonrisa de compromiso, convencidos de que los ayudantes tienen algún peso o injerencia al momento de poner la nota final. Quienes hace más tiempo que estamos en la Facultad, sabemos que ninguno de los dos es capaz, ni tiene la voluntad suficiente, de leer siquiera la carátula de las monografías que se exigen como condición de aprobación del seminario y que esa responsabilidad, la de leer, corregir y calificar los trabajos, cae sobre los hombros de María José, la muchacha que hace la limpieza de la casa y plancha las camisas del profesor Bertel. Aunque adolece de serias faltas de ortografía, reconoce cuándo una cita responde a las normas APA versión 6, y cuándo se encuentra frente a un mamarracho.
De todas maneras huelga aclarar que rara vez un estudiante llega a esta instancia. De hecho, los pocos que lo logran casi siempre son impulsados por el objetivo de que María José les escriba sus largas y desprolijas notas en los márgenes para después, en el café, burlarse de las palabras que escribió con ese y llevaban ce, o de que omita las tildes en las palabras esdrújulas. Pero, insisto, ni siquiera con dicho estímulo el profesor Bertel recibe un número respetable de monografías. Esto no lo angustia ni lo deprime. Al contrario, le sirve para encargarle a María José que quite las telarañas de los techos o que le ordene el placard dejando más a mano la ropa de verano y guarde en la baulera la que se usa en invierno. O viceversa, dependiendo de la estación y del clima. También le sobra tiempo para responderle los emails, habilidad que Bertel se ha negado a adquirir por detestar el empleo de la tecnología informática.
Están quienes creen que Bertel es un imbécil afortunado y, los otros, que lo consideran un genio que está más allá de cualquier juicio moral o censura, de cualquier ley o reglamento. Como Woody Allen, como Roman Polanski, como Jeffrey Epstein. Esta división responde, en un extremo, a dos formas irreconciliables de mirar y concebir el mundo, la realidad. Por tanto, lo digo desde ya, es absurda esa discusión: ambas posiciones se presentan igualmente argumentables. El recorrido y el prestigio académico son los arietes de quienes lo idolatran. Y aunque puede que sea apócrifo parte de su currículum, que hasta sus artículos publicados hayan sido escritos por María José o por sus ayudantes, Pim y Grillo, que suelen figurar como coautores, mérito vedado a María José; y que los premios y distinciones que le otorgaron se deban a la impericia de los jurados o a la deliberada adulación de los serviles; a ellos esas sospechas no los perturban. Las actitudes negligentes y el desapego por los contenidos disciplinares son los cañones que disparan los detractores contra esa carrera que creen construida sobre cimientos de engaños. Unos u otros se muestran intransigentes y, en los 70y los primeros 80
, esa irreconciliable división se dirimía a golpes de puño y escupitajos. La posmodernidad ha aplacado las pasiones y hoy sabemos el sinsentido de este y otros tantos enfrentamientos. La exaltación se circunscribe apenas a las redes sociales y la enemistad entre peronchos y gorilas.
Por eso, a su vez, los admiradores de Bertel son cada vez más cautos con los elogios y evitan las manifestaciones de afecto entre estudiantes y profesores, antes tan comunes como censurables. De hecho, se diría que hasta evitan tratar, incluso ver, al profesor Bertel, para eludir así el riesgo de decepcionarse o sentirse obligados a cambiar de bando. Aquellos que odian y desprecian al profesor Bertel, ahora lo toleran y murmuran en voz baja. Quizás esperan y desean su muerte. Los menos crueles, pero más sádicos, tal vez rueguen que acabe tullido o que la demencia senil retire de su rostro la máscara que lo ha protegido todos estos años.
En algún tiempo existió cierta unanimidad en juzgar a Bertel como un docente “preparado”. Sin embargo, al igual que como sucede con las personas “inteligentes” que no se destacan ni triunfan en una profesión u oficio, tampoco en este caso podría afirmarse en qué. ¿En qué o para qué estaba “preparado” el profesor Bertel? Al reconocerlo hacedor de clases inútiles, agotadoras, y recitador errático de discursos plagados de clichés académicos, eran pocos quienes se arriesgaban a responder con precisión a tal pregunta. Llegados a ese trance, no podían sino recurrir a la hipérbole o mencionar competencias de dudable valor. Que recordara y verbalizara citas y frases célebres, que eran sus latiguillos, solo podía engrupir a los ingresantes más ingenuos. Lo mismo que, durante sus exposiciones, dilatara proferir las palabras de sus frases, simulando reflexionar con detenimiento una obviedad o un gesto que podía expresar todo, o absolutamente nada. En eso sí estaba “preparado”, hasta se diría que era un experto: en actuar de profesor analítico. Hay quienes recuerdan que demoró dos horas en decir completa la diferencia que estableció Bajtín entre géneros primarios y secundarios que, leída en el libro, puede llevarle a un tartamudo como máximo un minuto y fracción. Otros le atribuían saberes y talentos más cuestionables. Decían que diferenciaba perfectamente una mandarina criolla de otra clemenvilla, que reconocía la música de Wagner sin confundirla con la de Vivaldi, que podía explicar cómo era el gusto de un Barolo y hasta de un Cabernet mendocino, que había leído entero L´être et le néant y había entendido más de la mitad. En fin, frente a la dificultad para determinar una especificidad, un complemento adecuado para el “preparado”, se acabó por dejar de utilizar esta fórmula y se pasó a denominarlo “un docente con trayectoria”. Una impostura, por supuesto. Es simple descubrir que la permanencia nunca es en sí misma una virtud: pueden confirmarlo los matrimonios que han pasado las bodas de lana y los senadores que han sido reelectos al menos una vez.
Omito extraviarme en los rumores nefastos que demuelen la dignidad de cualquier persona. Es decir, no doy cabida en este perfil a las peores versiones que se esbozan de Bertel, de su vida privada. No me consta ni tengo indicios para dar fe de su supuesto alcoholismo, ni de su adicción a los ansiolíticos o de su tránsito lento que provocaría el rugir de los truenos en los silencios que prevalecen en sus clases. Tampoco de los ambiguos y contradictorios trascendidos que lo señalan como un lujurioso mujeriego o como un lúbrico pederasta. Insisto, no conozco una docente ni un estudiante que admita haber conocido a Bertel en la desnudez de la intimidad extrema. Ni siquiera María José quien consultada por mail al respecto, respondió apenas con un enigmático “ga ga”.
Llegados a este punto, y aun sin haber agotado nuestro objeto, es lícito preguntarse cómo es posible que Bertel continúe en actividad. A esta lógica curiosidad, aporto más motivos de extrañeza. O de sospecha. A pesar de haber excedido con creces la edad jubilatoria, él conserva la dedicación exclusiva que se le otorgó hace décadas ─difícilmente pueda averiguarse si se la asignó la última dictadura o el amanecer democrático porque su legajo se ha quemado─. Para evitar el retiro, el único camino asfaltado por los reglamentos es tener un cargo electivo. Es por eso que, cada cuatro años, el profesor Bertel renueva su banca en el Consejo Directivo de la Facultad. No vale la pena aclarar que no asiste a las sesiones y que lo reemplaza su suplente, porque lo llamativo es que logre sumar los votos para ser consejero. Y sin embargo, lo consigue. Mezclado entre el segundo y el cuarto puesto de la lista, Bertel resulta electo y va al acto de asunción solamente porque al concluir el evento protocolar se sirve un vino de honor con sanguchitos. Hay quienes dicen que lo incluyen como candidato porque es cábala, porque lo consideran una especie de talismán de la suerte. Pero otros sostienen que lo retienen en la institución porque afuera de ella podría ser más peligroso: en alguna dirección de un ministerio, por ejemplo, o asesorando al gobernador o al intendente. Como sea, en todos sus niveles, la política es un albergue que siempre tiene una habitación disponible y una cama tendida para que retocen los vivos.
Es posible que pocos o ningún docente admita las influencias, los hábitos que aprendió por imitación implícita del profesor Bertel. Sin embargo, diría que son multitud aquellos que conservan y replican la impronta de ese maestro negado, de ese modelo detestable que trasciende en ellos sin que lo reconozcan y, quizás, sin que lleguen a darse cuenta. En los hechos, poco importa, porque Bertel sigue vivo en su descendencia académica, aunque ellos finjan o de verdad no reconozcan tenerlo presente.
Parto de la certeza de que nadie puede conocer acabadamente a otro. Ni siquiera a ese otro que es uno mismo. Al menos, en un rapto de optimismo, creo se puede llegar a componer una imagen difuminada, borrosa, incluso, como entrevista a través de un vidrio polarizado, del hombre que se oculta detrás de una apariencia. Los fragmentos, los retazos, surgen de reunir los testimonios ajenos y la experiencia propia. Del profesor Bertel, por tanto, podría seguir hablándose y escribiéndose por años. Tómese todo lo anterior como una síntesis de las inagotables posibilidades. Todo hombre es un incomprensible secreto.
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Apenas llego a la Facultad, me encamino a la minúscula aula que le han asignado con el fin de dar el presente y huir. Al doblar por el corredor, me detengo al verlo aparecer desde el extremo opuesto como surgido de un sueño. Bertel cruza el pasillo envuelto en su largo sobretodo, a pesar de que es marzo y hace 32 grados, el portafolio de cuero, los ojos de reptil hundidos bajo las gafas de marco grueso. Responde a los pocos saludos que recibe con un gesto de tenista, como si los devolviera con un drive suave y paralelo. Se bambolea vacilante antes de emprender el ascenso por la escalera. De espaldas parece vulnerable, un muñeco frágil e indefenso, relleno de telgopor y sostenido por un esqueleto de alambres. Pero a pesar de su aspecto, de las puñaladas de las críticas, de la avanzada edad, de su cuestionable solvencia académica, ahí va Bertel, peldaño por peldaño, trepando la escalera. Sobrevivió a dictaduras, intervenciones, cartas infamantes, persecuciones ideológicas y ahí va… peldaño a peldaño, sigue subiendo: intacto, impune, viejo como fue siempre. Por detrás se le acercan sus ayudantes, Pim y Grillo, y gastan morisquetas y pantomimas, imitan el andar zozobrante del mítico docente. Y, sin embargo, ahí va Bertel sin que nada lo detenga, gloria o vergüenza de la institución, sigue subiendo la escalera.